Los médicos y el personal sanitario encabezan la protesta social en España con huelgas, manifestaciones y encierros contra la subcontratación de servicios a empresas privadas y los recortes en dinero público dedicado a la sanidad.
Las medidas “para reducir el déficit” han provocado cierres de hospitales y de centros especializados de salud, de atención primaria y de investigación. Algunos servicios de urgencias han cerrado, o no atienden los fines de semana o durante las noches, lo que puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte para algunos pacientes.
Los ciudadanos, incluso los pensionistas, pagan por muchos de los medicamentos que les receta el médico, aunque sus impuestos directos e indirectos tendrían que cubrir ese gasto. Los farmacéuticos de algunas regiones del país han empezado a adelantar dinero de sus bolsillos para pagar los medicamentos de sus farmacias. Algunas empresas han dejado de surtirles productos por las deudas que acumulan los gobiernos locales con ellas. Estas situaciones, junto con el retiro de la tarjeta sanitaria a los inmigrantes, ponen en entredicho la calidad y la equidad que caracterizaban al sistema sanitario español.
Los recortes a la sanidad pública en toda España ascienden a 7.200 millones de euros. Menos médicos, enfermeras, celadores y demás personal sanitario para los mismos pacientes, aunque con menor poder adquisitivo para pagar sus medicamentos y distintos tratamientos. Habrá también menos centros para tratar enfermedades como el cáncer o problemas relacionados con el corazón.
Muchos representantes políticos defienden los recortes y las privatizaciones como “la única salida posible” para un sistema sanitario que consideran inviable pero que, hasta ahora, se consideraba referente mundial. Atribuyen las consecuencias de sus medidas al despilfarro de los gobiernos en años recientes y unos gastos superiores a lo que en realidad podían asumir. Pero las malas prácticas de gobiernos anteriores no eximen a los actuales de su responsabilidad de garantizar el acceso al derecho universal de la salud y de plantear distintas alternativas en función de las prioridades de sus ciudadanos.
Parte de los más de 16.000 millones de euros de presupuesto militar real podrían servir para mantener la calidad de la sanidad pública para todos. El gobierno ha gastado miles de millones de euros para comprar propiedades a los bancos sin liquidez para colocarlos en un “banco malo” y venderlos a precios de saldo. Por eso no se trata de una cuestión de viabilidad, sino de prioridades.
El gobierno de Madrid ha inflado el cálculo de gasto de los hospitales públicos para justificar la subcontratación de algunos servicios a empresas privadas. Con argumentos basados en la calidad de servicio al paciente y en criterios económicos, grupos de trabajadores y sindicatos presentaron un plan para ahorrar más de 500 millones de euros sin necesidad de privatizar su gestión. El rechazo sin argumentos por parte del gobierno demuestra que las subcontrataciones no están motivadas sólo por una pretendida reducción de costes.
Las protestas con propuestas alternativas del personal sanitario han dado algunos frutos. Hace unas semanas impidieron el cierre del Hospital de la Princesa, puntero en servicios médicos especializados y proyectos de investigación para convertirlo en un centro geriátrico, aunque nadie sabe cómo mantendrá los servicios, más los nuevos de geriatría, con un recorte de más de 20 millones de euros.
Cientos de miles de personas han firmado una campaña para impedir que los servicios sanitarios queden en manos de grupos como Capio y USP-Quirón, dominados por fondos de inversión británicos, y Ribera Salud, propiedad de Caja de Ahorros del Mediterráneo Bancaja (Bankia). La sanidad de todos no puede caer en manos de estas estrellas de la burbuja del ladrillo en España con inversiones en paraísos fiscales.
Las millones de personas que han conocido estas movilizaciones no podrán decir mañana que no estaba en sus manos impedir el desmantelamiento de la sanidad, un derecho que se ha garantizado con los impuestos directos e indirectos de los ciudadanos, por mucho que se insista en la supuesta gratuidad del sistema.
La posibilidad de optimizar recursos no justifica el desmantelamiento de lo que, hasta hace poco, enorgullecía a muchos españoles y servía de referente para otros países con modelos en construcción. Pero no todo está perdido. Queda esperanza mientras se mantenga en movimiento esta marea blanca.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista, coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)