En el río, a bordo de un barco fantasma, rumbo a Luang Prabang (Laos), 9 de abril de 2009 (crónica enviada con varios días de retraso. No encontré durante ellos conexiones de internet).
Tailandia quedó atrás. El incidente sin accidente de la furgoneta, también. Hakuna matata.
Pasé los dos últimos días de estancia en el antiguo Siam recorriendo lo que fuese mítico y hermético Triángulo de Oro, y capital del imperio de la adormidera, y es ahora espacio abierto a todo el mundo por el que se pasean cochambrosas comitivas de turistas que sólo quieren sacarse fotos debajo de una puerta roja de falso estilo chino en cuyo travesaño superior se lee, inscrito en caracteres dorados, el rótulo en cuestión: Triángulo de Oro.
Decía Borges del tango: «una canción de gesta se ha perdido / en sórdidas noticias policiales». Cierto. Y algo parecido cabría decir de esa encrucijada de cuatro países (Tailandia, Birmania, China y, al otro lado del río, Laos) en cuyos espesos bosques y altas cumbres la historia se hizo leyenda y la leyenda, historia.
Pero la sordidez, allí, ya no es policial, sino turística.
Donde hubo, pues, no siempre queda, pero en Sop Ruak, minúscula localidad asomada al Mekong, hay algo que justifica el rodeo y merece una visita atenta: la House of Opium, cuidadísimo museo que ilustra la historia, los usos y las costumbres generadas por la planta cuyas portentosas propiedades terapéuticas descubrió, glosó y utilizó Hipócrates, padre de la medicina.
El miércoles crucé el Mekong y me embarqué en lo que más arriba he llamado buque fantasma no porque lo sea, sino porque no tiene nombre. Tampoco es un buque. Es sólo una barcaza de unos cuarenta metros de eslora cubiertos por una toldilla de tablas, proa puntiaguda, popa de cola de pato, dos hileras de bancos incomodísimos, una plataforma para depositar las mochilas y los bultos, un retrete de agujero, un castillete chato para que el piloto maneje desde su asiento el volante del timón y un poderoso motor de fueraborda que ruge como un regimiento de diablos rabiosos.
Hoy es jueves y todavía me quedan por delante ocho horas hasta la arribada a Luang Prabang. La travesía completa dura dos días. Anoche dormí en un tugurio de Pak Bang, mísero villorrio anclado en un ribazo del tercer río del continente asiático en orden de tamaño e importancia, que sólo cede en longitud al Yang Tse Kiang y al Ganges, y que recorre más de cuatro mil kilómetros hasta desembocar en el delta vietnamita, al sur de Saigón.
Llueve torrencialmente, pero el nivel del agua está más de un metro por debajo del que en los meses húmedos suele alcanzar. Abril no lo es. Veo una selva impenetrable, palafitos, muy pocos, desperdigados por los huecos de la inmensa maraña vegetal, piraguas, cañas de pescar varadas en los arenales o hincadas entre los peñascos por pescadores ausentes, rocas que parecen hipopótamos, búfalos que sestean y, de vez en cuando, elefantes. En Laos, sede de uno de los últimos ecosistemas cuasi vírgenes del hemisferio septentrional, aún los hay a puñados.
Me duelen las rodillas y la rabadilla, me rechinan las junturas de las articulaciones, tengo los músculos anquilosados, los pasajeros se aburren y yo, como puedo, a duras penas, en una postura incomodísima, tecleo esta entrega del blog con el ordenador precariamente apoyado en los muslos. Su salpicadero parpadea. Pronto se le acabará la batería y tendré que reabrir el libro de Paul Theroux (El viejo expreso de la Patagonia, Punto de Lectura) en el que durante todo el día de ayer y parte del de hoy me he enfrascado. Seguiré mañana.