En el mismo lugar y el mismo día… O sea: surcando en una barcaza el Mekong, rumbo a Luang Prabang, abril de 2009.
En el barco fantasma descrito en mi crónica anterior, aparte de su tripulación laosiana, sólo viajan mochileros. Serán unos setenta. De ellos -casualidad, causalidad, causualidad, sincronía- dice Theroux, que no es turista, sino durísimo viajero, lo que a continuación voy a transcribir.
Recuerde el lector que estaba leyendo uno de sus libros de viajes en ferrocarril. Tiene varios.
Theroux, en las líneas que me dispongo a entresacar, se refiere al Cuzco. Está recorriendo América, casi de cabo a rabo, saltando de tren en tren. Su viaje arranca en Boston y termina en la Patagonia.
Dice al autor de La Costa de los Mosquitos, que no es, en lo concerniente al arte de viajar ni tampoco al de escribir, hombre de condición dudosa, cuanto sigue:
«Eran turistas de tarifa reducida, haraganes, vagabundos, gorrones, que habían acudido a ese pobre lugar porque querían ahorrar dinero. Su conversación era predecible y giraba exclusivamente en torno a los precios, el cambio de la moneda, el hotel más barato, el autobús más barato, cómo alguien había conseguido una comida por quince centavos o un jersey de alpaca por un dólar o dormido con indios aimaras en un atrasado villorrio. Eran estadounidenses, pero también había alemanes, ingleses, holandeses, franceses, británicos y escandinavos. Hablaban el mismo idioma. Siempre dinero (…) Los mochileros constituían motivo de alarma y desaliento. Tenían diversos efectos en Perú. Ante todo, mantenían baja la tasa de delincuencia. No llevaban mucho dinero, pero lo que tenían lo protegían con ferocidad. Los ladrones callejeros y carteristas peruanos que cometían el error de intentar robar a uno de esos viajeros siempre salían malparados de la pelea que de modo inevitable se producía. Más de una vez en Cuzco y sus alrededores oí el grito y vi a un holandés hecho un basilisco o a un estadounidense fuera de sí agarrando a un peruano por el cuello. El error que cometían los peruanos era pensar que esa gente eran viajeros solitarios; en realidad, eran como miembros de una tribu: tenían amigos que acudían al rescate. A mí no era difícil robarme, pero el barbudo patán con poncho encima de la camiseta «California es de quienes aman», mochila y billete de vuelta a Lima en autobús, se trataba en realidad de un tipo duro. No le asustaba devolver el golpe».
Y más. Valga la muestra. Theroux, del que ya he dicho que no es de condición sospechosa en lo tocante a todo esto, se despacha a gusto. ¿Tiene razón?
Doy vueltas al asunto mientras las orillas salvajes del Mekong corren hacia atrás a medida que el barco avanza. La horda turística se divide en dos grandes grupos: los borregos numerados y estabulados en autobuses por las agencias de viajes, de un lado, y los mochileros que, sin ser hippies, remedan a los hippies, de otro. Yo lo fui, hippy, y constato ahora, con ironía y melancolía, que aquellos polvos trajeron estos lodos. ¡Quién iba a pensarlo!
Los borregos numerados son, en realidad, menos dañinos que los mochileros, aunque su aspecto sea más hortera y sus costumbres más irritantes. Van siempre en grupo, militarizados bajo las órdenes de una sargento azafata, no se salen nunca de los surcos que les han sido asignados, no arriesgan, no visitan nada que no figure en los folletos de su kit, no se mezclan con las poblaciones locales, se limitan a sacar fotos o vídeos idiotas, a enviar postales cursis de playas con palmeras o de templos de cúpulas doradas y a comprar souvenirs de plástico, y se vuelven enseguida a casa maldiciendo por lo bajinis, aunque nunca de dientes afuera, la hora en que se les ocurrió salir de ella.
Son hormigas procesionarias.
Los mochileros, en cambio, llegan a todos los rincones, confraternizan (a su modo) con los indígenas, les calientan los cascos, y donde depositan sus mochilas no vuelve a crecer la hierba. Tardan, además, muchísimo tiempo en regresar a sus pagos, a las faldas de sus mamás y a las carteras de sus papás.
Son como la marabunta.
Recurramos a un parangón… ¿Quiénes provocan mayores estropicios en la naturaleza? ¿Los veraneantes de toda la vida, que se van con los niños, la suegra, un flotador con forma de patito y una nevera portátil a Benidorm o los senderistas que se meten, so capa de ecoturismo, en lugares adonde los benidormitas jamás habrían llegado?
Dejémoslo. El mundo es así y ya nunca volverá a ser de otra manera.
Lo que acabo de escribir me deja un regusto amargo. Sentimiento de culpa. No sé si estoy pecando de injusticia hacia los mochileros, pero sí, seguramente, de traición. Yo, al fin y al cabo, viajo como ellos. Lo que me molesta es que sean tantos y que todos hagan y digan exactamente lo mismo. Los hippies de los años sesenta éramos cuatro gatos. Apenas se nos veía. No transculturalizábamos. Todo eso cambió en la siguiente década y ahora… ¡Uf!
Por cierto: hay un tercer grupo de turistas. Son los de las ONG. Cristianitos occidentales, sépanlo o no, que quieren salvar al prójimo. Esos sí que transculturalizan. Son la vanguardia del neocolonialismo. Vade retro.
Yo, rodeado de mochileros, sigo surcando el Mekong y leyendo a Theroux. Mañana llegaré a Luang Prabang.