Mi máquina, la original, era prestada. Creo que era de la señora Vicky, la vecina de enfrente que nos la cedía de vez en cuando. De las primeras cosas que escribí en ella tengo guardado un poema que llevé al instituto cuando estudiaba con los salesianos: “no está mal me lo devolvió la profesora” y yo le había dibujado un corazón traspasado por la consabida flecha. Le tomé cariño a esa “mi” máquina prestada que me ayudó a presentar buenos trabajos cuando estudiaba la secundaria en Panamá. La cadencia de los golpes de tecla, a dos dedos, era una delicia, como una música de fondo que hace crecer las ideas. De aquellas fechas recuerdo también una pequeña lámina blanca de típex (su nombre correcto, según lo que he podido saber es «pintura correctora» y su definición exacta es: “líquido blanco que se emplea para cubrir los errores de escritura sobre papel de modo que, una vez seco, se pueda escribir sobre esa misma parte del papel”. Corregir sería en el futuro para mí algo más complejo y a palo seco, sin pintura.
Luego me llegó la visión de los escritores y sus máquinas de escribir, sus fotos trabajando sobre su máquina. Deseé en silencio una pero no había “plata” para es lujo y, viendo la reacción de la profesara a mi poema supe que mi arte no podría pagarlo. Fotos de Hemingway, de Cortázar (que aparece escribiendo en el campo) y otros se me fueron acercando para decirme que sin máquina no había literatura y me dolía, no crean, pero no comprendía entonces que de la máquina hay que extraer el texto con las propias manos, que no vienen cargadas con buena literatura. Underwood, Olympia y Olivetti se convirtieron para mi en nombres cargados de literatura y de heroísmo manual.
Todo esto viene a cuento porque mi amigo Juan Salas nos mandó un enlace con un artículo de mi perseguidor Enrique Vila-Matas que a su vez hace alusión a mi otro amigo de azares y casualidades literarias, Paul Auster, y su confesión de amor a su máquina de escribir.
Por fin mi mamá compró una máquina de escribir y la tenía en casa. Yo ya llevaba varios años viviendo en Madrid así que no la conocí hasta mucho tiempo después en uno de mis viajes de vuelta a mi tierra. “Mamá me la quiero llevar”, le dije. Ya tenía yo ordenador, no he podido ser como Paul ni como Enrique, pero quería intentarlo otra vez con la máquina. Mamá me dijo que sí, claro, soy su rey, su hijo mayor, el de las ilusiones, todo para el escritor. Y emprendimos el viaje a España mi máquina y yo. Pasaríamos por Miami, el 11 de septiembre no era ni siquiera una pesadilla en nuestras mentes así que me embarque con mi máquina. “La va a facturar” me preguntaron en el aeropuerto al salir de Panamá, “no, es mi equipaje de mano”. Me miraba un poco raro aquella chica joven, como reprochándome la osadía de hacer viajar a una máquina de escribir, «con lo fácil que es el ordenador», todo esto lo deduje por su cara. Ya en el avión, la coloqué con cuidado en los portamaletas. Mi compañero de asiento me puso la cara de la chica de antes. “Pero si en Madrid las venden” pareció decirme. Me hice el distraído y me dispuse a imaginarme ante mi máquina, con la cadencia del golpeteo de las letras sobre el rodillo que soporta heroico la hoja en blanco. Me vi sacando de mi máquina, golpe a golpe, las mejores historias, los mundos mejor construidos, los personajes bien perfilados. Al llegar a Miami los de allí me miraron y pensaron igual que los dos primeros sólo que en inglés, lo supe por sus caras estadounidenses de “I can’t believe it”.
Ya en Madrid cuando iba a pasar por delante de la Guardia Civil, me preguntaron que de dónde venía. “De Panamá”, contesté agotado del viaje. “¿Y eso?”, señaló el guardia mi máquina. “Una máquina de escribir” contesté secamente. “¿Para qué?” insistió asombrado. “Soy escritor” le respondí y arqueó las cejas resumiendo en español de España todos los rostros del camino: “éste está tonto”.
Así llegó mi máquina a Madrid. Escribí, sí, poco. Me mudé y la máquina me siguió fiel y hoy descansa en el trastero entre la ropa de mi mujer Marga Collazo y los juguetes de mi hija Lucía, que ya es mayor, tiene cuatro años, y ya no usa.
Por culpa de ese artículo de Vila-Matas me he bajado al trastero, la he sacado y me la he subido para teclear este artículo. A diferencia de él yo tengo un último rollo de cinta guardado. Cuando me asalta la nostalgia la saco y me la subo a casa y mi mujer me pregunta que qué hago que si se ha estropeado el ordenador. “No, cosas de escritores” le digo con solvencia teatral y ella resume en su cara todas las caras de este artículo: éste lo que está es loco de literatura”, y entonces yo me rió y me doy cuenta de que por fin tengo algo que Vila-Matas no tiene y que tiene que ver con su arte literario: cinta para escribir a máquina. «Cuando quiera se la presto», me digo una vez más pero él no se decide a llamarme.