Me maldije por haberme echado de mi propia casa. Desde la ventana del salón me miraba divertido mientras un coche sin escrúpulos me empapaba al pasar sobre un charco de agua. Abajo, en la calle, hacía frío y todo parecía ridículo. Arriba, en la casa, se sentía el calor de la calefacción y la vida se veía desde otra perspectiva.
Intenté, en vano, abrirme la puerta llamando al telefonillo, es muy duro ignorarse a uno mismo, pero más dura sería la venganza, y yo me tenía que vengar, no podía dejar pasar aquella jugarreta que me había dejado fuera de mi propia casa.
Llamé a la policía que se personó al instante dispuesta a poner solución a aquel caso. Me hicieron esperar abajo mientras ellos subían al piso a hablar conmigo. Les abrí con educación, como no podía ser de otra forma, y tras identificarme como el dueño del domicilio se disculparon por el error y se marcharon por donde habían venido, no sin antes vituperarme sin clemencia al pasar junto a mí en la entrada del portal.
Agotada entonces la vía diplomática ya sólo me quedaba la guerra sucia. Me refugié en el bar de la esqui-na y aguardé a que bajara para ir a trabajar, eran las tres de la tarde y comenzaba la jornada a las cuatro. En cuanto me viera bajar, llamaría a un cerrajero, entraría en mi propia casa y cambiaría la llave, así de sencillo.
Llegaron las cuatro pero no bajé. Las cuatro y media, las cinco, nada. Llamé a mi trabajo y pregunté si había ido a trabajar, lo cuál causó estupor en Fernanda, la administrativa, que se limitó a murmurar, “este año la fiebre viene muy mala, deja de delirar Rubén, vete a la cama y descansa”. Parecía que había llama-do al trabajo y justificado mi ausencia con una enfermedad, se me había olvidado lo listo que era.
Llamé a mi amiga Rigoberta y le pedí que viniera a buscarme para ir al cine. Al cabo de un cuarto de hora llegó y subió a mi piso, pero no volvió a bajar como había supuesto. La volví a llamar, “¿Rubén?, cómo eres, ahora estoy contigo, déjame que me aseé un poco”, “pero ¿no te apetecía ir al cine?”, “bueno, creo que nos acabamos de montar nuestra propia película, y el guión me ha gustado mucho más, je je”. Col-gué asustado, no es que no me gustara ella, que de hecho sí que me gustaba, sino que acababa de yacer con ella y no había sentido nada, pagaría las consecuencias sin haber disfrutado las causas.
Aquello se me estaba yendo de las manos. Me acerqué al portal y aguardé a que llegara algún vecino, “Buenas tardes, Doña Margarita”, “buenas tardes, Rubén”, “¿perdiste otra vez las llaves?”, “sí, ya sabe que siempre ando con la cabeza en otra parte”, “¡ay, qué juventud!”.
Subí al tercer piso, donde vivía, y llamé a la puerta. Tras unos instantes Rigoberta abrió, “¡vaya!, ¿cómo has salido?”, “¿estoy en casa?”, “¿cómo? Ahora no, ahora estás fuera”, “pero hace un momento estaba en casa”, “claro, conmigo, ¿tan mal he estado que ya no lo recuerdas?”, “no, quiero decir, sí, sí, claro que lo recuerdo”, “¡ay, qué raro eres! Pero tengo una idea, te voy a refrescar la memoria”.
Y entonces Rigoberta me comenzó a besar y a seducirme. Acabamos practicando el sexo sobre la alfom-bra del salón, mientras de reojo revisaba el piso para ver si me encontraba, pero nada, me había esfuma-do de la misma forma en la que había aparecido.
Publicado en el número de marzo de la revista Letras (tu revista literaria)