Desde la calle del Pozo hasta el Real de la Feria todo era casi cuesta abajo. Que en la mínima remontada que iba a dar a la plaza del Ayuntamiento, mi atención se debatía ya entre el trasiego de las zagalas y zagales que jugueteaban en corros, y los sonidos entrecortados y lejanos aún de los altavoces de los “cacharritos” y de los puestos de la suerte. Y no deseaba más que mezclarme en la algarabía colorista del pavimento de losetas grises y entrelargo del Real, de mi Real de antaño.
El Real que guarda en sus recuerdos aquel niño de la capital, tímido y enclenque, que año tras año asomaba sus anhelos por entre “el cercao de porcima de Andrés, el de las bestias”, o bien por el camino de la ermita de Sotiel de Coronada, en donde escudriñaba con un punto de misterio las rocas del Morante, tratando de imaginarse a la reina mora deslizándose por ese pasadizo secreto que daba al mismísimo Mercado de Abastos.
El Real del templete, de la tonalidad de la ceniza, con la banda de música aquella interpretando los pasodobles de rigor, para el regocijo silencioso y cuasi místico de quienes ya ocupaban las primeras filas de sillas desde la caída de la tarde: nuestros viejos de Calañas, a los que admiraba con fervor, convencido yo de que, sin duda, poseían esa sabiduría milenaria que destilan los cuentos.
Real de la Feria, agarrado de la mano de mi padre o de mi madre y mirándolo todo: los farolillos de colores, la familiaridad de las casetas, el Cuartel de la Guardia Civil engalanado, los coches de choque a los que intentaban subirse Juanito y Andrés, el desgañitarse de quienes a toda costa querían acabar ya con las papeletas de las tómbolas, los pedazos de coco que se me metían por los ojos… Real de la Feria, bullicioso y humano. Mi Real de antaño.