Consonancias, 49
Siempre ha mirado hacia dentro y ahora ha decidido hacerlo hacia fuera. Miguel Angel Berna es un artista de dimensiones imprecisas por cuanto sus ágiles brazos y sus piernas veloces llegan a destinos impredecibles.
Hace unos meses se hizo a la mar de las melodías y los ritmos que surcan el Mediterráneo. Fue tomando apuntes, tuvo visiones, alboreó mañanas y quebró noches cerradas con la caricia de sus castañuelas que abrilean festines a flor de agua. En la lontananza del deseo aparecieron las tierras de Grecia y Turquía, los ensueños de Túnez, los secretos de Albania, las ondulaciones que mecen el lenguaje de las islas, las reminiscencias de Apulia, Gargano, Ostuni, San Vito, San Marzano, Napoli y la Santa Roma, hasta reverberar en las luces del poniente que llenan Aragón de voces familiares y sonrisas gozosas.
Todo esto y algo más nos ha ofrecido el artista en la sala Mozart del Auditorio zaragozano, del 17 al 20 de octubre. Una fantasía de ritmos, colores, sugerencias, movimientos y sentimientos en la que ha sido acompañado por un conjunto de músicos de alta densidad y un cuerpo de baile excepcional, además de las voces de Maria Mazzotta –vehemencia, colorido y expresividad directa– y de Nacho del Río, con su seguridad, afinación y contundencia habituales.
El montaje del espectáculo transita entre la sencillez y el significado, con un diseño de luces muy definido a cargo de Bucho Cariñena y un sonido cuidado en extremo por Kike Cruz.
El abrazo de Miguel Angel Berna y de su espléndida compañía de danza a la cuenca mediterránea, de donde procede buena parte de la savia que alimenta la música popular de Aragón y de otras partes de España, contribuye a profundizar los sentimientos de fraternidad, por la vía del arte, en un mundo que cada vez entiende menos de fronteras.