Las pequeñas resistencias: Mons y la vocación del flÁ¢neur
Mons: Vine a esta ciudad por una mujer
También vine a comenzar una vida nueva. A pesar de la relación de amor-odio que siento por esta ciudad, poco a poco he dejado de habitarla, para dejar que ella me habite. Mons —Bergen, en neerlandés—, es la ciudad que me ha sido concedida para vivir estos siete años de vida.
En todo este tiempo, la antigua estación de trenes fue derrumbada y, en su lugar, lentamente, ha sido erigida la descomunal estructura de la nueva estación; algunos comercios han cerrado y otros han abierto; una iglesia ha sido completamente reconstruida, los almacenes comerciales se han ampliado y han abierto una sucursal de IKEA; aparte de eso, Mons no ha sufrido grandes transformaciones.
He conocido, casi por casualidad, la memoria oculta y los espacios marginales de la ciudad y los he conocido de la mejor manera posible: en mis paseos a pie o recorriendo las calles en bicicleta; extraviándome y reencontrándome, descubriendo algunos de sus rincones; he conocido la ciudad en la multiplicidad de todos esos rostros desconocidos que a diario comparten los mismos espacios y a los que me une la historia presente de este lugar y de su atmósfera; rostros, muchos de ellos, que a fuerza de verlos deambular una y otra vez por las calles, han terminado por convertirse en el lado humano de la urbe; su lado, quizá, más amable. Las ciudades también son sus habitantes.
Mons es una ciudad que, sin ser sucia, tiene un aspecto de suciedad
Sus calles y desgastados edificios están recubiertos de capas de polvo acumulado con el tiempo. Entrar en sus callejas húmedas de ladrillo y percibir la ciudad, helada casi siempre, con su fondo de lluvia y algunos escasos meses de sol, genera un sentimiento ambivalente.
Mons no se percibe como una ciudad alegre, sino una ciudad triste, vacía y melancólica, como los árboles espigados y desnudos de este país. El encanto de Mons radica en la forma que tiene de recibir a las personas y de permitir a cada uno vivir a su manera. Los ciudadanos se saludan, aunque no se conozcan, dan las gracias y se despiden. Los inmigrantes progresan.
El interés de este lugar radica en los espejismos e imaginaciones que ofrece y que, muchas veces, me hacen recordar esos encuentros surrealistas que tenían Nadja y André Bretón.
La gente de Mons visita las exposiciones que organizan los poquísimos museos que hay, la gente viste de gala para ir al teatro cuando presenta una nueva obra o a un concierto y participa en todos los eventos de la ciudad con un entusiasmo desbordado, casi con lujuria; sobre todo, en una fiesta de tradición medieval en la que San Jorge combate al dragón y en la que se pasean las reliquias de la santa por todo el centro de la ciudad. El alcalde —ex ministro belga—, llevando siempre una pajarita alrededor del cuello, camina solo o acompañado por las calles de Mons, sin seguridad personal, sin comitivas, entra y sale del gimnasio, saluda a las personas, como cualquier hijo de vecino, y defiende a ultranza al partido socialista y los derechos de los gais.
En un principio, pensaba que jamás llegaría a considerar a Mons como mi lugar —de la manera como siempre he considerado a la ciudad de México y a otras ciudades en las que he vivido períodos más cortos de tiempo: Monterrey, Querétaro, Guadalajara y Madrid—, hasta que pude darme cuenta de que la única manera en que podría llegar a sentir a Mons como mi ciudad, sería mediante un desplazamiento a través del cual yo me convirtiera en su centro. Tenía que construir en mi propio imaginario una ciudad a mi medida. Tomar posesión de la ciudad y sentirme parte de ella.
He pasado infinidad de horas en uno de sus cafés, un local con un servicio deficiente, sin más atractivo que el de estar ubicado en la Grande Place y contar con cómodas mesas y sillas donde puedo pasar horas escribiendo o jugando a las damas inglesas con mi mujer. Con el tiempo, he llegado a apreciar a los camareros del Saint Germain; un italiano que abandonó el café para viajar por todo el sudeste asiático; un marroquí que suele saludarme con un apretón de manos y luego llevarse la mano al corazón; un viejo, rubio, gruñón y misántropo, amable con los niños y los perros y grosero con las personas, al que no es raro ver en el café de al lado, emborrachándose después de su jornada laboral; el hombre más solo del mundo. El café está muy cerca del cine Plaza Art, donde proyectan cine de autor y donde, de vez en cuando, invitan a los directores a hablar con el público y donde organizan debates; un cine cuya dulcería consiste en un montón de chocolates y dos o tres bebidas que guardan en un improvisado frigo bar; un establecimiento atendido por dos o tres hippies que te dejan entrar y salir a tus anchas, te dan un trato relajado y cordial y, por si fuera poco, el pequeño cine exhibe en sus pasillos antiguos proyectores, vitrinas repletas de latas con celuloide y, sobre algunas paredes, fotografías del cine clásico.
Algunos domingos nos echamos sobre el césped, cuando hay sol, en un jardín público, rodeado de esculturas y damos de comer a los patos y a los gansos.
La única librería donde venden libros en español, recibe dos o tres títulos buenos de vez en cuando, mismos que yo espero con ansias y que me da un pretexto para entrar ocasionalmente a mirar. Ya no son los libros lo que me interesa, sino el sentimiento que me produce la expectación.
El mercado de flores, los viernes en la Plaza Mayor, me produce grandes instantes de inadvertida felicidad, como cuando encontramos unas manzanas gigantes y las compramos, tan sólo por tener manzanas como esas en las manos.
Una vez por semana, comemos en La vie est belle, un restaurante decorado con cientos de marionetas, barcos de madera a escala y una vitrina con los juguetes de latón de la infancia de Michel, el propietario.
Si los dibujos de El Bosco son monstruosos, también hay que entrar en los orificios de la ciudad, donde duermen los yonquis, que junto con los gatos vagabundos son los verdaderos dueños del basural. En pocas ciudades he visto una concentración de yonquis y trotamundos urbanos tan numerosa e insólita como en Mons. Pero a diferencia de los yonquis de otras partes del mundo, los de Mons son gente pacífica y amigable, a los que la sociedad respeta y mantiene sus vicios, tal vez, como agradecimiento por no ser unos delincuentes. Sólo ellos conocen el espíritu de la noche y han tomado algunos rincones; duermen en estacionamientos públicos, beben y piden dinero dentro de los cajeros automáticos o en algunas esquinas, llevan perros, bailan cuando hay música, ríen a carcajadas y a veces se golpean y se vuelven a reconciliar; comparten a sus novias y han llegado a formar una fraternidad. Thierry es un vagabundo solitario al que no le gusta meterse con los demás. Roland —o Van Gogh, por su parecido con el artista—, se mezcla con todos los grupos, es algo así como el alma de la fiesta. Hace algunos meses uno de ellos, con facha de punk, murió de una infección del oído que no le fue tratada y los demás le lloraron yonquis le lloraron largo tiempo. Otro, contagiado de tuberculosis, desapareció durante una temporada que pasó en el hospital, pero ya ha vuelto a las andadas. Suelo saludar a estos personajes y, de vez en cuánto, hablo con ellos o les hago alguna fotografía. No puedo imaginar a Mons sin ellos, sería como una casa sin la alegría y el caos de los niños.
Con el tiempo, voy aprendiendo a leer las calles de Mons como se leen algunos libros fragmentarios —la naturaleza de cualquier ciudad es la de estar hecha de piezas sueltas, como en los puzzles— y hago un intento por interpretarlas. El espacio urbano es el lugar de la experiencia cotidiana, el sitio donde se mueve el presente y donde se proyecta el futuro.
Estoy ligado a esta ciudad, he participado en su vida; aquí he dejado muchas de mis huellas.