Á‰rase una vez un chico de Newark, que se decidió por el saxofón como medio de vida. No era un F1 pero tampoco era un Fitito. Convenció tanto a Horace Silver como a Maynard Ferguson para tocar con ellos. Ahí cobró fuerza de Fórmula Uno con un derecho de piso de tres años, invertidos como si fueran a redituarle lo mismo que acciones de la AT&T.
Alguien, un día, decidió llamarlo Mr. Gone. Mal no le vino, porque su apellido —Shorter— quiere decir diez centímetros menos que bajito.
En el ’59, el Wayne era uno de los Mensajeros de Art Blakey. Cinco años más tarde, no sólo tenía sus cuotas al día, sino que era el director musical del grupo. Lento, pero con absoluta seguridad, se estaba aproximando a su destino como el más grande compositor de jazz vivo circa 2010. Faltaba el escalón siguiente, que le llegó con una ausencia: la de John Coltrane en el quinteto de Miles Davis. El Trane mismo lo recomendó con el Miles porque ya hacía un año que quería irse a ser exuberante como él solo, pero el Gran Tacaño no lo dejaba. Wayne no pudo unirse al Segundo Miles Davis Quintet inmediatamente, porque trabajo no le faltaba. Fue el único que puso al Miles a hacer de doorman de una sarta de puertas giratorias que ahora le traían al Sonny Stitt, ahora al Hank, ahora al George Coleman y, más allá, al Sam Rivers. La memoria avisa que My Funny Valentine se grabó con el George, por ejemplo.
Miles lo persuadió a que dejara de ser Mensajero recién en el ’64. Cómo le habrá costado… ¿Qué podía decir Mr. Gone sino “sí”? Un sí sincero que acompañaría como armonía viva al Herbie, al Ron y al Tony Williams en ese equipo que haría historia. Mr. Gone le rindió al Miles como una Coca–Cola litrera, que no se diga. Le compuso Prince of Darkness, sin ir más allá. Luego vino ESP —de eso se habla al final— Footprints, Sanctuary, Nefertiti y dale; vamos, que venimos. En otros temas, el Wayne era el cincuenta por ciento plus de la composición, mirá. Y no lo dice él, ojo. Nada, que compuso unas cosas de hard-bop bien típicas, de esas que tienen las líneas melódicas bien espaciadas sobre el beat.
Su influencia en el quinteto fue la de una piedra angular: Herbie Hancock dijo y dice que Wayne era uno de los pocos que le llevaba sus composiciones al Miles, e iban derechito a la ejecución. El loco no le cambiaba nada. Y qué quieren: el Wayne es compositor-compositor. Maestro. En palabras del Yasabenquién de la Oscuridad: “se trajo una curiosidad grande sobre lo que era trabajar con las reglas musicales. Si no funcionaba, él las quebrantaba, pero con sentido musical porque entendía que la libertad dentro de la música consistía en la habilidad de conocer las reglas para torcerlas a gusto y placer”. Mirá lo que el Gran Gruñón del Quinteto se animó a decir de Mr. Gone…
Lo que todos los demás más uno dicen de él es que fue, junto con el Herbie, uno de los elementos más influyentes de ese Segundo Quinteto que hizo quedar al Miles como un verdadero Príncipe. Mirá que irle a componer justo el temazo Prince Of Darkness… El hombre va siguiendo los pasos del Edward K. y del Monk en tanto compositor. Hoy, como ellos en su época, nadie más tiene ese enfoque medio orgánico, medio visceral para agarrar la interacción entre lo que normalmente decimos de memoria y a veces de dormidos: melodía, armonía y ritmo. En eso, él y el Monk comulgan hostias de a dos en dos; cada nota, cada acorde, cada pedazo de acento está ahí por un motivo. Tremendo motivo en todos y cada uno de los casos.
El mítico ’68 pescó al Wayne en calzones porque se le disolvió el Quinteto; pero él se quedó con el Miles hasta hacer Bitches Brew y capaz que hasta grabó con él en el ’70, por qué no. Un día se despertó, y el saxo soprano estaba ahí. Le gustó un montón como sonaba, por eso lo tocó en su Super Nova, con el tío Armando —Chick— y el inglesito —ajá— ése, el McLaughlin.
A ver: ¿con quién no tocó el Wayne? Sobran los dedos de la mano. El hombre los conoció a todos, enterró a muchos —como a su cuate Freddie Hubbard— y todavía colabora con otros tantos. ¿Cómo? Claro que sigue vivo, ¿qué clase de pregunta es esa? Ahora no puedo ponerme a enumerar a Lee Morgan, al Tyner, al Elvin y todos los de Weather Report y demás. Las listas son para las planillas. El Wayne se codeó con todos.
Aquí no vamos a analizar esas melodías pentatónicas armonizadas con pedal points, tampoco esos silencios largos contrapuestos a la efusividad del Trane que, de tan colorido, era todo un arcoiris. Nah. Vamos a darle un aplauso al Wayne solidario, a ese que nos llama pidiendo ayuda musical para un amigo enfermo en Toronto, y nos explica que él pasó por lo mismo, así que dale, mandále algo al mail, o llamálo, o pasáte por el hospital y acercále un cedé. Lo dejo a tu iniciativa, nos dice.
Cosa ‘e mandinga. Cuando eso pasó, en una escritorio–oficina, la línea melódica de ESP andaba pegoteándose sobre el lomo de cada uno de los libros bien colgados en un par de estantes de pared a pared; se trepaba hasta el techo y bajaba caminando por los pliegues de las cortinas, inflándolas con el mismo aire de dos saxos, a cuál más económico. Día milagroso. De repente, la presencia del Wayne se hizo parte de ese escritorio–oficina que tiene una Yamaha C–60 tirada en un rincón como al desgaire, y otra electroacústica CX40 parada en su soporte vertical, propiedad de una que las usa con frecuencia.
Al pedirnos ayuda para un amigo común (Michael), Shorter se volvió altísimo. Como de dos metros y medio de solidaridad pura, así como se lo ve en la foto, con esa boquilla que una no sabe si es una Otto Link o una Phil Barone, pero qué importa al final… Mr. Gone es un amigazo.