¡Cuántas veces tuve que poner este “fox oriental” en mi Philips de caja! Como un “dj” de ocho años pasaba las tardes clavado a una silla, en el salón de losetas grises de la casa de la plazoleta, pinchando placas de cuarenta y cinco revoluciones por minuto. Claro que, mi repertorio era un constante repiqueteo entre Carlos Gardel, José Luis y su guitarra, Gloria Lasso y Luis Mariano, Carlos Acuña y Bob Azzam y su orquesta.
Que por causa de aquellas tardes hasta los juegos se me olvidaban: la billalda, los botones, las bolas, las estampas, los tenderetes de tebeos sobre la acera y las rifas con las papeletas amañadas… Que no me importaban nada los gritos de quienes desde fuera me reclamaban, ni los timbres insistentes de las bicicletas, ni el voceador de caballas; ni siquiera las idas y venidas de la muñequita rubia de ojos celestiales que ya tanto me gustaba.
Que lo único que cobraba vida para este “dj” de ocho años era aquel momento de cada tarde, las horas de fervor penitente, el rosario de tangos y milongas, de canciones a guitarra, de romances italianos y de sones de Arabia; el envolvente mundo de mi padre siempre en la encrucijada. Que lo único verdadero para este niño no sonriente consistía en estar clavado a una silla, en el salón de losetas grises de la casa de la plazoleta, pinchando placas. Pinchando, por ejemplo, el Mustapha de Bob Azzam y su orquesta coloreada.