Mutilar una escultura es arremeter con trampa contra los cimientos de la personalidad. Es sentir en las sienes, ya doloridas de antemano, el mismo castigo que se da a la bendita e inocente materia. Es quebrantarse la sensibilidad; y ya no queda tiempo ni lugar siquiera para que pueda florecer de nuevo ningún embrión feliz. Es un golpe bajo a la vida.
Mutilar una escultura es querer soltar fantasmas con los ojos en blanco y el sentimiento desbocado. Es arrojar, por un vertedero equivocado, los sueños incumplidos, las zancadillas, los obstáculos, la monotonía, el fracaso. Es vomitar la gula a modo de canalla y quedarse babeando la bilis de la paranoia. Es escupir las entrañas, de seguro aviesas, de seguro mal paridas.
Mutilar una escultura es ser traidor de uno mismo. Es como una mácula gris que todo lo envuelve, y las lágrimas no salen, y el silencio se agiganta, y un vacío largo degenera hasta el semblante, y se rompen los espejos del estante-corazón. Es de cobardes. Es el acto de un asesino inconfeso. Es un crimen sin sangre.
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