Fernando miraba el escaparate y sentía como la rabia se le iba acumulando en el lugar más oculto de sus entrañas. Ante él podía ver el juguete de moda de esa Navidad, en su mano izquierda llevaba un paraguas desvencijado sin abrir y en la derecha la tarjeta del paro que acababa de sellar. No podía comprar el juguete para su hijo y esa sensación de impotencia le estaba matando poco a poco. Maldijo su suerte y comenzó a andar para regresar a su domicilio.
A apenas cien metros se detuvo, un ruido ensordecedor paralizó su cuerpo. Se giró y vio como un par de encapuchados y con gorros de Santa Claus habían roto el cristal del escaparate, y estaban llevándose los juguetes en una furgoneta destartalada de color magenta, sin importarles el histriónico sonido de la alarma. Tras unos instantes la furgoneta partió, pasó junto a Fernando sin percatarse de su presencia y giró a la izquierda en la siguiente esquina.
Fernando se acercó al escaparate como por inercia, sin sentir la certeza del movimiento. Allí, indemne tras el robo, estaba él, ese juguete maldito que todos los niños querían para Navidad. Tenía poco tiempo, los vecinos ya habrían llamado a la policía, no dudó, tomó el juguete y salió corriendo.
Esa Navidad su conciencia no le dejaría disfrutar de las fiestas, pero su hijo no tendría nada que envidiar a los otros niños.