Hace ya unos cuantos años que una persona muy cercana, filóloga francesa, me regalaba Estupor y temblores. Hoy leo otra novela de escenario nipón firmada por Amélie Nothomb: Ni de Eva ni de Adán, igualmente deliciosa y perfecta, pero también diferente de aquella. Estupor y temblores fue todo un descubrimiento. Con su pulcritud, con la exactitud de sus palabras, con sus frases breves, concisas, medidas como ecuaciones matemáticas, tan proporcionadas que resultan poéticas, me descubrió que la gran literatura no lleva necesariamente el sello barroco que siempre le había encontrado tanto en los clásicos (Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope, Calderón…) como en los contemporáneos (desde la complejidad emocional y adjetiva de Terenci Moix al preciosismo de Juan Manuel de Prada, por ejemplo). Descubrí que se puede profundizar en los sentimientos humanos con una desnudez absoluta en la palabra, con la naturalidad precisa, de una forma tan desconocida para mí como la cultura japonesa. La brevedad y la concisión podían por tanto enamorarme como lo habían hecho antes los párrafos largos, descriptivos, lentísimos, de Zola.
Ni de Eva ni de Adán contiene entre otras cosas, una fascinación “occidental” por aquel país del llamado extremo oriente, pero además la fuerza, la frescura, la impulsividad, las ganas de vivir y de reír de una juventud arrolladora, de una sinceridad tal que resulta chocante. Transmite esa vitalidad, esa alegría de la existencia que la protagonista y autora (pues escribe de forma autobiográfica, sea lo que cuenta o no coincidente con la realidad histórica) experimenta a cada instante de la mano de su “novio” nacido en ese país que adora… quizá porque ella también nació y vivió allí su primera infancia. Se nos relata, verbigracia, la subida al monte Fuji, algo que todo japonés debe hacer en la vida para sentirse con derecho a la nacionalidad. Amélie describe a los que ascienden los más de tres mil metros: ancianos, niños… Se admira ante un pueblo como aquel. Tras apenas poder dormir unos momentos en los refugios de la cima, asiste al espectáculo del sol naciente: la bandera del país. “La gente permanecía de pie y vigilaba el astro en el más profundo de los silencios. Mi corazón empezó a latir con más fuerza. Ninguna nube en el cielo de verano. Detrás de nosotros, el abismo de un volcán muerto.
De repente, un fragmento encarnado apareció en el horizonte. Un escalofrío recorrió la callada asamblea. Luego, a una velocidad no exenta de majestuosidad, el disco entero surgió de la nada y dominó toda la llanura”. (Página 90).
“El redescubrimiento de un Japón antiguo y silencioso hizo que se me saltaran las lágrimas. Bajo aquel cielo inmensamente azul, los pesados tejados de teja en forma de arco y el aire inmovilizado por el hielo parecían decirme que me habían estado esperando, que me habían echado de menos, que, con mi regreso, volvía a restaurarse el orden del mundo y que mi reinado duraría diez mil años.
Siempre he tenido una tendencia al lirismo megalómano”. (Página 24).
En este país se deja llevar tanto por la emoción de los recuerdos como por la libertad de vivir lo que acontece: “Me atraía la idea de no saber si iba a ver pintura, escultura o una retrospectiva de cachivaches varios. Uno siempre debería acudir a las exposiciones así, por azar, con absoluta ignorancia. Alguien desea mostrarnos algo: eso es lo único que importa”. (Página 30). Esa libertad llega también al campo de lo emotivo: el amor que vive, mucho más cercano a una amistad, se revela perfecto en su dulzura y en la total aceptación de las formas de vida, las respuestas y las reacciones del otro, que es encantador… ¿Es esto amor?, parece preguntarse la autora que, en su título da pistas de querer decir lo contrario. A lo largo de la obra se leen afirmaciones como la siguiente: “Uno se enamora de aquellos a los que no soporta, de aquellos que representan un peligro insostenible… En el amor, veo una artimaña de mi instinto para no asesinar al otro: cuando siento la necesidad de matar a una persona en concreto, ocurre que un misterioso mecanismo -¿reflejo inmunitario?, ¿fantasía de inocencia?, ¿miedo a ir a la cárcel?- me hace cristalizar alrededor de dicha persona”. (Página 55).
Cuando la autora nos cuenta su experiencia como superviviente de una tormenta de nieve en una excursión solitaria a una montaña (no hay que perderse esa relación “zaratustriana” que el personaje-autora desgrana a lo largo de toda la obra) describe sentimientos muy vivos, terribles… pero no nos abandona en la inquietud, termina con un humor digno de quien ha visto pasar el tiempo después de su epopeya: “En mi casa hay calefacción, una cama y una bañera: ríete tú de Sardanápalo”, (Página 133).
No faltan otras muchas perlas dentro que esperan a cualquiera que quiera abrir el cofre de estas páginas:
“La Biblia, ese soberbio tratado de moral para uso de las piedras, de las rocas y los menhires, nos enseña admirables y petrificados principios”. (Página 151).
“¿Huida poco gloriosa? Siempre es mejor que dejarse atrapar. El único deshonor es no ser libre”. (Página 166).
Después de este libro no volveré a cometer con Amélie el descuido fundamental que cometían todos con el famoso personaje Hércules Poirot: ella es belga, no francesa… quiero decir, ella es nipona, no belga. La forma poética, la belleza ondulante y perfectamente matemática del junco, que adoptan sus palabras y sus personajes así lo demuestran.