No siempre tenemos buenas noticias para nuestros pacientes. Una enfermedad progresiva, o una discapacidad permanente, o un mal pronóstico vital pueden surgir en cualquier momento. En estas circunstancias, el profesional, lejos de terminar su labor, debe iniciar un camino que recorrerá con el enfermo hasta que llegue a su destino.
Un diagnóstico desagradable es un mazazo vital, un verdugo cruel. Por eso, lo más humano es que lo primero que hagamos sea negarlo. La negación de lo desagradable disminuye la intensidad del dolor que provoca, y lo hace soportable. Nos permite afrontarlo, lo dimensiona de tal modo que quepa en nuestra comprensión. Y entonces surge la ira. El odio a lo que nos amenaza, a lo que haya podido producirlo, a lo que pudo haberlo evitado y no lo hizo. Una reacción primitiva e indiscriminada, cruel y discrecional, que afecta a todo lo que se acerca. Es una fase dura que los más allegados suelen sufrir. La fase explosiva es breve; cuando amaina la fuerza de las aguas, y vemos los destrozos provocados, aparecen el dolor, la culpa o la vergÁ¼enza. Y entonces negociamos: con dioses, con los profesionales, con los familiares: Si me salva, prometo…, si la cura, jamás volveremos a… Es difícil convencer a las parcas para que restauren el hilo cortado, y cuando lo constatamos, aparece la depresión, la derrota psíquica, el hundimiento ante el destino sobrevenido. Es una etapa necesaria para la completa aceptación, es lógico que nos sintamos mal ante un problema que nos supera y que no podemos solucionar. La aceptación es la consecuencia de un adecuado proceso de duelo. Es un proceso tranquilo, poco emotivo, más cercano a la quietud de un lago.
Acompañar a un paciente o sus cuidadores es conducirlos para que puedan expresar libremente sus sentimientos en cada etapa del proceso, para que no se produzcan estancamientos patológicos o puedan quedar heridas psíquicas que nunca cierren y hagan aún más penoso el problema de salud que las provocó. Debemos permitirlos aislarse cuando hablemos con ellos por primera vez, y nuestras palabras deben ser lo suficientemente claras y amables, como para no dar lugar a interpretaciones alternativas. Debemos observar su ira, y evitar los peligrosos y frecuentes sentimientos de culpa, que quedarán como una infame herencia en la familia si no son extirpados de raíz.
Se trata de respetar el dolor de la pérdida y la caída, de observar respetuosos, en la distancia; evaluar, ponderar y encauzarlo para que no desborde la capacidad de contención que la propia personalidad permite, vigilando que no quede combustible que alimente un dolor duradero, que todo se queme en el proceso. Y los recogeremos en la paz de la aceptación.
Conseguida la catarsis mental, es preciso no olvidar aspectos claves relacionados con la supervivencia en sociedad del paciente. Si el tiempo lo permite, debemos ayudarlo a encauzar sus aspectos legales (testamentos, herencia, deudas…), recomendándole los profesionales pertinentes, y animarlo a despedirse de los suyos, tutelando un camino similar al que él mismo ha seguido.
Es en el fracaso de la técnica cuando aparece la dimensión humana de la medicina. La derrota de la ciencia se convierte así en el triunfo del ser humano, que, humilde, recoge a su semejante cuando ya ha hecho cuando puede y sabe. Hoy, como ayer, cuando el sanador baja los brazos, se despoja de sus hábitos y queda desnudo, igual, compañero, hermano. Una mirada vidriosa y franca, un quedo asentimiento de gratitud, un apretón de manos, y la comprensión en el silencio. Ha llegado la hora de recorrer el último tramo del camino.
Pero no estarás solo.
Teodoro Martínez Arán
Médico, especialista en pediatría