– Maestro, hoy estás como unas castañuelas – dijo Sergei-. Da gusto verte. Desde que me he levantado te he visto por el jardín y parecía que saludabas a las flores.
– No, liebre curiosa, les cantaba canciones que en mi niñez escuchaba a mi madre durante esta época. Mi madre se llamaba Luz de Otoño.
– ¿Has tenido buenas noticias?
– Estamos viviendo. Es otoño. El té estaba bueno.
– Y el zumo de naranjas con ese toque de jengibre.
– Y esas galletas de canela que nos envió la viuda de Nanking. ¿No la tendrás desatendida y busca recomendaciones?
– No se preocupe Maestro, yo soy como aquel indito de Jalisco, y que recién pasó por aquí en busca de su sombra que dizque la había perdido, y eso que era rubito, gÁ¼erito. Al que llamaba el Jimador, porque tenía añoranzas de cuando participaba en la siega de agaves con los que se fabrica el tequila.
– Pues sí que andamos buenos hoy, Sergei, con las evocaciones.
– ¿Y cómo es, Maestro, que ese indio rubito vino a parar a China, ¡desde México!?
– “Pos porque me he dejado llevar por los vientos, no más”, te respondería él.
– No sé por qué me parece que la Luz que Brilla en el Otoño trata de confundirme con el diablo ese rubio, medio mestizo, medio criollo, medio zambo, medio cuarterón… medio medio.
– ¡Para, Sergei, que nadie te va a quitar el puesto! El indito Jimador era un buen estudiante en su país. Cuando terminó sus estudios se vino a hacer un largo viaje por Oriente, es decir, por su Occidente.
– ¿Cómo?
– Otro día te lo explico. El caso es que tiene que ponerse a estudiar nuestra lengua con sus ricos ideogramas y se estaba tomando un tiempo para seguir unos cursos en Beijing o en Shangai.
– ¡No me diga que el indito gÁ¼ero también se larga para Shangai!
– ¡Sergei, qué lenguaje! Escucha lo que le sucedió a un joven apuesto, alto, sonriente y muy inteligente que se encontró con un sabio en la ciudad de Shiraz. Á‰ste le preguntó quién era. «Soy el Diablo, Venerable Señor.» «¡No es posible! – respondió el hombre santo -. ¡El diablo es feo y malvado, hortera y huele a azufre!» «Ay, amigo mío, ¡has estado escuchando a mis difamadores!»
J. C. Gª Fajardo