Noviembre entra en el calendario anual con olor a cementerio, a cierzo e interminables mañanas grises de días acortados por el horario europeo. Lo que la memoria silencia durante doce meses, el hombre pretende recuperar en un solo día, brindando un homenaje, casi siempre póstumo, a sus seres queridos que ya dejaron la vida de los que todavía caminan a la zaga de la felicidad.
Se dice que los difuntos ya han alcanzado la plenitud de la vida; que ya han conquistado todo lo que les faltaba para que su felicidad fuera definitivamente completa. Y ¿dónde está el consuelo? No será por querer darle sentido a esta vida, con razones de que tras la muerte existe otra mejor.
No es que niegue que haya vida después de ésta, esa no es la cuestión, sino que se quiera llenar de contenido el fracaso personal, con explicaciones de que llegará un tiempo, fuera de este mundo, en el que el hombre verá colmadas todas sus ansias de plenitud durante años insatisfechas.
En cierta forma, que haya vida o no después de la muerte ni le quita ni le pone nada al momento presente. Para los creyentes, será una manera de responder a la pregunta del porqué de la existencia, o de la finitud del hombre y del mundo. Pero, no por ello una solución al dolor, a la experiencia del mal, o a la desazón por no haber hallado aún la felicidad.
Rendirle culto a los muertos no sirve para nada, ni para nadie. En primer lugar, a los muertos no les aporta nada, porque no hay mayor verdad que lo que dice aquel refrán popular de «el muerto al hoyo y el vivo al bollo». Los muertos, en el mejor de los casos, son sólo un amasijo de huesos. Otra cosa es que desde la fe se pueda creer que siguen viviendo en la gloria, pero eso es otra cuestión que, ni quita ni pone, al sentido de su vida.
No se vive ni por la otra vida, ni para la otra vida. Se vive para la felicidad del tiempo presente, y en eso nos va la vida, la única que tenemos (ya tenga o no segunda parte).
Cuando Jesús, en el Evangelio, decía: «Dejad que los muertos entierren a sus muertos», no dejaba dudas de que aquellos que no viven por razones que no forman parte de este mundo, sino del otro o de ninguna parte, eran los que debían encargarse de los difuntos, por formar ellos mismos parte de la legión de cuerpos sin espíritu.
La muerte es claramente un final, en el tiempo y en el espacio. Que después exista vida, cielo, resurrección, nirvana o gloria no es lo que determina el sentido de la vida presente. En todo caso, para los cristianos, la fe en la resurrección de Jesucristo, trae razones para la felicidad en este mundo, y no para compensar en el más allá los fracasos y desdichas por los que se está sufriendo en esta historia.
Noviembre me huele a cumplida deferencia por descargar la conciencia de lo que no se hizo por los difuntos cuando convivían a nuestro lado. Noviembre más que el mes de los difuntos, es el mes de los cobardes para exculpar el descuido y la falta de amor que no se tuvo con los que nos dejaron.