El modelo mental basado en agradar a los demás y de “gustar”, por encima de todas las cosas, y de nuestro propio criterio, nos lleva inexorablemente a no ser respetados, y esto funciona igual, tanto en el ámbito privado como en el profesional. Esto no implica que no debamos aceptar la crítica de los demás, incluso aunque nos la formulen desde la malquerencia, y así lo decía eruditamente Unamuno: “Toma consejo del enemigo”.
Quizá el límite a esto, sea nunca ceder a nuestro criterio, alterando nuestra conducta y nuestro “hacer” por causa de juicios ligeros y críticas sistemáticas, provenientes del ambiente. Nuestro público somos nosotros mismos.
Seguramente, siendo niños hayamos escuchado alguna vez el cuento protagonizado por un anciano padre y su hijo. Ambos viajaban con un burro atravesando diversos pueblos, motivando muy distintos comentarios entre los paisanos:
Nos contaban que, al pasar por el primer pueblo, el padre montaba sobre el burro y el hijo caminaba a su lado. Los comentarios del público no se hicieron esperar: “¡Qué padre tan inmisericorde! ¡El pobre niño caminando y él encima del pollino, como si fuera un emperador!”
Al escuchar las malas lenguas, decidieron cambiarse antes de llegar al siguiente pueblo, de forma que ahora el padre caminaba y el hijo era quien montaba el asno. Pero, sin embargo, las críticas, ahora de otro público, no cesaron, únicamente cambiaron de signo: “¡Mira qué juventud tenemos hoy en día! ¡El anciano padre caminando, y el muchacho tan ágil, sentado a lomos de la bestia!”
Visto lo visto, pensaron que lo mejor sería montar los dos sobre el asno al pasar por el tercero de los pueblos. Pero las cosas así, no hicieron más que empeorar, y el tercer público decía: “¡Pobre burro! ¡Los que van montados en él demuestran ser más bestias que el desdichado animal!”
Finalmente el cuento terminaba con ambos, padre e hijo, aturdidos por tanta crítica, y tomando la última decisión: decidieron entrar al cuarto pueblo, ambos a pie, junto al burro. Pero, ni por esas cesaron las críticas…, y otra vez el público: “Pero, ¡qué tontos! ¿Para eso se han comprado un burro?, ¿para ir andando?”.
No son pocas las personas cuya principal fuente de insatisfacción y malestar radica en su necesidad de satisfacer al otro, a un público, real o imaginario, al que es imposible satisfacer. En resumidas cuentas se trata de un trastorno afectivo cuya principal característica es la necesidad constante de agradar. Detrás de esta necesidad, a veces muy latente, subyace un miedo aterrador al rechazo, al abandono, o una imperiosa necesidad de sentirse aceptado, integrado o respaldado, y si bien, en muchos casos no puede hablarse de una patología clínica, con el tiempo si acaban produciendo desajustes y sufrimiento.
Carmen García Ribas, profesora de la Escuela Superior de Comercio Internacional, en su libro: “El síndrome de Maripili”, dice que esta actitud es más frecuente en las mujeres debido a cuestiones culturales, y afirma: “Las mujeres hemos confundido la identidad con la aceptación. Sólo nos permitimos SER cuando otro nos acepta. De ahí que las actitudes de las mujeres sean ejecutivas; es decir, nos disponemos a hacer bien, o muy bien, aquello que se nos encarga. Nuestra necesidad de complacer, de evitar el rechazo, nos lleva a realizar cuidadosamente aquello que otros nos piden. No está mal, si no fuera porque esta actitud mantenida a lo largo de toda nuestra vida profesional nos impide progresar en nuestra carrera”
Es de tener en cuenta que aquellos que ceden a su criterio a cambio de sentirse queridos, obtienen, insalvable y fatalmente, una doble frustración: en primer lugar no ejercitando su criterio hipotecan su felicidad; y en un segundo momento, la ansiada compensación de obtener la aprobación de los demás no se produce, ya que el objetivo de muchas críticas es la crítica en sí, e independiente de lo que se haga, siempre se produce.