Pedía Javier Villán el otro día la celebración de un duelo -mano a mano, cara a cara, taleguilla a taleguilla- entre José Tomás y Miguel Ángel Perera, faraones los dos en esta nueva edad de oro de la tauromaquia, pero añadía después que ese desafío no debería librarse en un escenario tan modesto como lo es la plaza de Cuenca. En lo primero, acertaba; en lo segundo, se equivocaba. Si no hay, Javier, enemigo pequeño, cómo va a haber coso que le quede chico a dos toreros tan grandes. Troya fue Troya no por las dimensiones de su recinto, sino porque ante su muralla se enfrentaron dos guerreros de cartel: Aquiles y Héctor.
El domingo, en Cuenca, vimos la adaptación a la pantalla del toreo de una película que ha pasado a la historia del cine con justificada reputación de obra maestra: en España se estrenó con el título de Pasión de los fuertes. Se basaba en un hecho histórico, aunque legendario: el duelo que a tiro limpio se celebró en el O.K. Corral de Tombstone, Arizona. Anduve hace tres meses por allí y comprobé de primera mano que el fragor del tiroteo sigue. Varias veces al día se reproduce en el mismo lugar, con trajes de época y pólvora en salvas, para solaz de los turistas.
Hubo luego otra versión de esa película. Duelo de titanes fue su título.
¿Por qué tanto preámbulo, se preguntará el lector, antes de entrar en el relato de algo que no fue cine ni, por lo tanto, ficción, sino corrida de toros, aunque también obra maestra de ese arte, celebrada en una plaza, modesta, como dije, a la que, por ello, y por que andaba él en otra de más rango y aforo, la de Bilbao, no quiso venir Javier Villán? Pues por paralelismo: Cuenca fue el domingo O.K. Corral en el que por primera vez se enfrentaban no Henry Fonda y Victor Mature, ni Burt Lancaster y Kirk Douglas, sino dos matadores de toros, y no de hombres, tan titánicos y tan fuertes, y tan apasionados en sus respectivas y muy diferentes maneras de entender y practicar el toreo, como lo son Perera y Tomás.
Fue un espectáculo grandioso, colofón de una jornada perfecta. David Gistau y este servidor de nadie salimos de buena mañana hacia el lugar de autos y a eso de las dos ya estábamos en un restaurante de verdad, de los de toda la vida, el de Las Casas Colgadas, dándole gusto al diente, el gaznate, la conversación y la vista, porque desde la terracilla del reservado que nos acogía, asomada al abismo de la hoz del Huécar, se columpiaban los ojos sobre un paisaje de los que cortan el resuello. La sobremesa, jugosísima, se prolongó hasta las cinco y media. Romi, la mujer de Gistau, que por ser argentina no está al tanto de los pelos y señales del nomenclátor taurino, llamó Flaquito de Córdoba al torero que completaba la terna, y sospecho que el apodo, atinadísimo, se le va a quedar de por vida. Nos acompañaban otros amigos, entre ellos el alcalde de la ciudad, Fran Pulido, y con él salimos todos escopeteados hacia la plaza, que estaba de dulce. Yo no la conocía, pero me pareció, amigo Villán, primorosa. Seguro que en la llanura de Ilión no hubiera desmerecido de la que Homero cantó en sus versos.
El ganado de La Palmosilla tuvo lámina, poca fuerza y, a veces, mucho peligro, pero no impidió el lucimiento de quienes lo toreaban. Olvidémonos de Flaquito. Todos habíamos ido allí para ver un duelo de titanes, y lo vimos. No puedo entrar en pormenores. Ya los dio ayer Arruelo. Tres orejas se llevó Tomás y cuatro, subiéndose a las barbas de la gloria, su oponente, y las siete fueron merecidas. Felicitémonos: a partir de ahora, como Villán pedía, el gran reto está servido. La Fiesta lo necesitaba y lo tendrá. Lagartijo y Frascuelo, Espartero y el Guerra, Manolete y Arruza, Belmonte y Gallito, Ordóñez y Luis Miguel… Rivalidad de grandes del toreo (y, por ello, de España) que se resuelve en fraternidad. Los extremos se tocan y los héroes –Héctor y Aquiles- también. Dos formas diferentes, decía, pero complementarias, añado, de enfrentarse al toro. Tomás lo hace hacia dentro y transmite dificultad: el sentimiento trágico de la vida. Es Unamuno. Perera lo hace hacia fuera y transmite facilidad: alegría de vivir. Es Picasso. ¿Exagero? Seguro que sí, pero lo que vi el domingo me exime de culpa. Los dos toreros, que no vaqueros, del O.K. Corral están en un momento de plenitud. Son meteoros que se cruzan. El 11 de septiembre volverán a hacerlo en Valladolid, y la plaza echará chispas. Podría ser estallido de supernova. Enfréntense, por favor, una y mil veces Unamuno y Picasso, Tomás y Perera. Quiero ver durante muchas temporadas sucesivas lo que ocho mil quinientos afortunados -¿te parecen pocos, amigo Villán?- vimos el domingo en Cuenca. Lo dije, en este periódico, a cuento de la reaparición del de Galapagar en Las Ventas, y lo repito ahora: Les jours de gloire sont arrivés.