De pronto, del techo repleto de ramas y plantas verdísimas cayó un heliotropo lentamente rozando mi nariz, extrañamente, no le hizo estornudar, por lo que atrapé cuidadosamente sin dañarlo, mientras que con la otra mano introduje el boleto -hecho de papel arroz- y giré el torniquete -tan suave como un mango fresco- para acceder al Metro.
Dentro, por raro que parezca, se respiraba un ambiente limpio y un amable policía de canela me ofreció al pasar junto a los estantes un libro de la amplia y bien preservada colección Para leer de boleto en el Metro, luego de lo cual me pregunté ¿Qué no se los habían robado todos ya?
Las lamparas encendían, no a base de energía eléctrica, sino gracias a las brillantes luciérnagas bailarinas que zumbaban en sus entrañas de cristal. Aunque llenos los pasillos, como siempre, la gente cedía el paso sin empujar y sonreía con franqueza. Estaba yo recargado sobre una suave pared de bombón contemplando la armonía reinante a mi alrededor, cuando lo vi llegar. Navegaba a toda prisa con sus pardos y penetrantes ojos de viejo sabio y arrogante. Ya había dejado pasar de largo 3 convoyes y con gusto habría dejado correr 100 más, pero se hacía tarde y era hora de volver a casa, por lo que ahora sí tuve que abordar el submarino naranja.
Sonó el característico tono irritante de siempre, pero ahora me pareció la melodía más bella de la tierra, y las compuertas se cerraron. No bien nos pusimos en marcha cuando ya se tornaban las oxidadas vías del subterráneo en un gaseoso, espeso arco iris. Entramos luego a un vórtice dimensional que nos transportaría hacia otra estación espacial llamada Hidalgo -hasta los viajeros intergalácticos más experimentados de Star Trek se habrían quedado patidifusos ante tal despliegue de special effects-.
Los pasajeros eramos una selecta combinación de personajes imposibles: una elegante dama socialité, un ranchero bigotón con todo y su caballo, un trío de chiflados, una rubia a blanco y negro, Ringo, Paul, John y George, y muchos más.
Aquello me sucedió un día como cualquier otro, e igual podría sucederte a ti. Lo último que recuerdo de aquél íntimo viaje es que desperté en el suelo del vagón rodeado de un montón de gente, ninguno de los maravillosos pasajeros arriba referidos seguía allí. Un hombre de pelo cano me reanimaba dándome masaje al corazón y alguien más me mal aconsejaba: Ya no fumes de eso carnal.