Terminaba la tarde del séptimo día del retiro del Maestro cuando éste se preparaba para ir a la cocina del monasterio a buscar un poco de comida. En esto, hizo su aparición Sergei, vestido como un ejecutivo de la ciudad.
– ¿Adónde vas, liebre que agoniza? – le preguntó sin inmutarse-. ¿O de dónde vienes?
– Ay, Maestro, esta viuda me trae loco. ¿No se le ocurrió decirme que había que estar preparados por si nos trasladábamos todos a Shangai?
– ¿Pero no tenía un ataque de lumbago?
– Ya, Maestro, ya. Del lumbago y de lo que no es lumbago voy a tener que reponerme yo después de una semana con esta fiera. Creo que agotó las reservas de ginseng de todo el pueblo si no, no me lo explico.
– Sergei, ¿no sabes lo que le ocurrió a una liebre que estaba muy orgullosa de sus finas y largas orejas?
– Estoy yo como para pensar en liebres, ¡adoro a las tortugas! Pero cuente, cuente.
– Pues resulta que, cuando llegó el invierno, las puntas de las orejas se le congelaban durante las noches más frías.
– ¿Entonces, qué hizo?
– Se decidió a mantenerse alerta con los ojos bien abiertos para ver llegar el frío y ponerse a cubierto.
– Ay, Maestro, ¡si no son las orejas lo que siento dolorido!
– Ahora, encima, ¡no te quejes! ¿Ves lo que sucede cuando se es tan atractivo?
J. C. Gª Fajardo