«No hay nada más curioso que el aldeano, precisamente porque está resuelto a no salir jamás de su aldea. La curiosidad de la portera sólo se ocupa de los vecinos de la casa. En rigor, no es curiosidad, porque no se busca más que saber en detalle lo que ya se sabe en general. Es nimiedad, miopía, que quiere decir óptica de ratón». (Ortega y Gasset, T. II, 826; no necesariamente refiriéndose a Heidegger, pero a propósito de un texto sobre trajes tradicionales).
Cuando no estaba sumido en una depresión parcial, Ortega hubo de ser un tipo muy fresco. De esta faceta, bastante poco conocida -o a veces sepultada por académicos ‘acartonados’-, da buena cuenta la biografía parcial de Gregorio Morán. El relato de Morán, aunque algo ‘pornográfico’ (sobre todo al desvelar las vicisitudes de la relación entre Ortega y su Julianico –Julián Marías), se refiere mucho al Ortega picarón (deben saber que fue un auténtico ‘lovermen’, tal vez más epistolar que consumador, pero disfrutaba mucho del cortejo y del pavoneo entre sus oyentes femeninas –siendo en esas ocasiones, más ‘hortera’ que Ortega).
Al final de su vida, Ortega se refiere a sí mismo como «un pequeño señor español que tiene cara de viejo torero» (T. VI 783). Entonces ya debía estar con un bajón considerable, esperando que la fundación Rockefeller le montase un chiringuito para moverse, y sanear su imagen, en territorio norteamericano. Hubiera sido la última proeza del filósofo madrileño, imagínense lo que supondría para él, un entusiasta inconfeso del progreso y la modernidad –sobre todo en su última época y pese a su autoafirmación como «muy siglo XX, pero nada moderno».
Pedro Cerezo ya insinuó la posibilidad de que, frente a Martin Heidegger, Ortega sea un entusiasta de la modernidad y de la técnica (como ilimitada), frente a la visión más peyorativa que este tenía de la misma. Empero, situar a Heidegger y a Ortega frente a frente no sea el mejor planteamiento. Si recuerdan el celebérrimo coloquio en Darmstadt (1951), en el cual O y H dieron la nota entre un grupo de arquitectos, recordaran también las suculentas anécdotas que tuvieron lugar durante la celebración, y los arrabales, del mismo.
Ortega defiende a Heidegger, pero se la ha pasado bien observándolo durante la conferencia –mostrando un humor muy de gomaespuma-. Haciendo una especie de ‘troll-hermenéutica’ (sic), lo que me parece entender es que mientras Heidegger cascaba sobre su visión de “Bauen, Denken, Wohnen”, Ortega se lo imaginaba cascando por el cogote: «…admitía con buen humor la posibilidad de que un día Heidegger hable por el cogote» (T. VI, 802). También dice Ortega -ay, aquí no está muy lúcido como metaforista- que «Heidegger (…) deja embarazadas a las palabras». (T. VI, 802). Y a Hanna Arendt si se descuida.
En el mismo texto Ortega afirma que los escritos de Heidegger están llenos de profundidad; cosa que, con mala uva, me sugiere que Ortega ya se lo imaginaba revolcándose como un lechón en la miseria del ser:
«Heidegger es profundo (…) necesito agregar que no sólo es profundo, sino que, además, quiere serlo, y esto no me parece ya tan bien (…) padece de manía de profundidades (…manifiesta cierto prurito de revolcarse en lo abismático». (T. VI, 803).
Sobre la profundidad de Heidegger, es interesante reparar en su interpretación para la ecología profunda (deep ecology); no podemos engolfarnos con ella, pero tampoco podemos dejar de señalar que tal vez sean ellos quienes hayan extraído las palabras que el cogote de Heidegger supuraba –una panda de «cinocéfalos» diría Ortega.
Brutal, por último, esta evocativa imagen: «…no debe sorprendernos (…) que Heidegger haya querido convertirse en ventrílocuo de HÁ¶lderlin». (T. VI, 810). Y eso que Ortega no había visto todavía “Total Recall” y ni podía imaginarse la posibilidad de Cuato.
Yo, con mi vena orteguiana, y si algún día llegara a dar clases en alguna universidad (para entonces la civilización estaría ya totalmente perdida), me plantearía seriamente la posibilidad de calzarme un traje de ‘saraguey’ (en parte, similar al de tirolés), para molar como Heidegger. De este episodio de la vida de Heidegger, pueden ver una referencia en la obra de Juan José Sebreli, recibida de forma dispar en el mundo académico, “Heidegger, el lugarteniente de la nada”.
En cualquier caso, esta faceta de Ortega, forma parte de su lado oscuro. Me explico, para el final de sus días, y de sus páginas, Ortega pierde fuelle; por eso, parece dejarse seducir con más intensidad por aquellas loas a la plasticidad del ser del humano, que tanto estorban a alguien que anda rastreando la ecología orteguiana. Tal vez Ortega se las veía venir y, aunque Ferrater afirme lo contrario, se despertó en él un deseo de inmanencia. Nada que reprochar, Ortega se moría cada día un poco más, enfermo y con mal sabor en la boca –pues España, continuaba invertebrada-. Por lo menos, hoy todos continuamos hablando de él, aunque haya muerto. Aunque no tanto como deberíamos a la que fue, tal vez para siempre, la mente más filosófica que ha pululado por esta infame piel de toro.
Despidámonos con Ortega “haciendo amigos”, acá entonces explicará sus sentimientos hacia Heidegger, y se ‘congraciará’ con el existencialismo emergente por entonces:
«Heidegger…
[el que deja embarazadas a las palabras, el que habla por el cogote, el que gusta de revolcarse en lo abismático y que, esto es lo que más le jode –aunque no tiene porque ser verdad-, pensó años más tarde lo mismo que él en Meditaciones del Quijote (1914)]…–que por lo demás era amigo mío- [menos mal; o como dice Zizek: “con enemigos así quién necesita amigos”] ha repetido cosas que habíamos dicho en España trece o catorce años antes. No quiero hablar del señor Sartre, que ha venido más tarde y no ha comprendido suficientemente las cosas.» (T. VI, 1120).
Ortega, ahora sí, torero. (Mis disculpas a quien haya podido sentirse ofendido, admiro a ambos pensadores, solo que Ortega, me resulta más familiar).