Cuando regresaban del monasterio después de la charla del Maestro a los monjes, uno de éstos, con aspecto algo atormentado, se echó a los pies del Maestro y le preguntó sin atreverse a alzar su rostro: “¡Maestro!, ¿cuándo llegará el fin del mundo?”
El Maestro lo alzó con enorme ternura y le hizo volverse hacia los sauces que se extendían hasta el río.
– ¡Mira! – le dijo mansamente -. Mira a tu alrededor y contempla la infinita sucesión de vida que alberga este jardín, paradigma de nuestra existencia. Llegará el otoño y parecerá que los arces pierden su belleza, que las vides se retuercen después de habernos entregado sus frutos, que hasta los bambúes pierden hojas que se pudrirán transformadas en mantillo vivificador. Mira, hermano, mira el fin del mundo en cada día y a cada instante. Nada muere, todo se transforma. Lo que parece muerte no es más que un aspecto, un estadio, una dimensión de la vida. Mira tu piel, siente tus pulsos, no hay en ti una sola célula que haya estado en el vientre de tu madre. Todo se mueve, todo danza, todo vibra. No hay muerte como fin absoluto sino transformación perenne.
El joven monje rompió a llorar y el Maestro se lo entregó a Ting Chang, el médico amigo. Cuando, al atardecer, caminaban los tres por el sendero hacia el estanque de las carpas, el Maestro preguntó al noble Ting Chang.
– ¿Qué le has recetado, sanador de enfermos?
– Que practique Tai-chí chuan con el maestro Teng Siao, que habita en este monasterio. Que coma mejor y que procure dormir bien por las noches con una infusión de valeriana.
– ¡Que se divierta! En el auténtico sentido de la expresión. Que gire y se transforme. Que se deje convertir… No es fácil encontrar remedio a los problemas de la mente precisamente en un monasterio – comentó el Maestro mientras arreglaba un recoveco del estanque para facilitar el invierno a las carpas doradas.
– ¡Menuda terapia! – exclamó Sergei -. Algo así también me convendría a mí. No le haría ascos.
– Ay, Sergei, – le dijo el Maestro -. Si tú me hubieras preguntado que cuándo será el fin del mundo, te respondería con las palabras que el Mulá le dijo a otro atormentado.
– ¿Qué le dijo, Maestro?
– Pues que a cual fin del mundo, se refería.
– ¿Cómo? ¿Es que hay varios? – cayó en la trampa el inconstante Sergei, que tanta paciencia ejercitaba en el Maestro, pero que también tanto le divertía-.
– “Mira”, – le respondió el Mulá a su interlocutor-. “Si muere mi mujer, se producirá el menor fin del mundo; pero si muero yo, ¡ese será el mayor fin del mundo!” Le dio un bastonazo al preguntador y se marchó al trote de su burro dando rienda suelta a sus estrepitosas carcajadas.
En ese momento, el comedido y noble Ting Chang no pudo contener las suyas y sostener la roca que tenía entre los brazos y allá se fue, al fondo del estanque, agarrado a ella. El Maestro lo contempló riendo y exclamó solemne.
– ¡Ahora sí que ha dado comienzo el Otoño!
J. C. Gª Fajardo