En el clásico libro de Paul Johnson Intelectuales (1988; hay traducción española reciente en Homo Legens, 2008), se hace un estudio biográfico de los principales representantes del pensamiento progresista, humanitarista y laico (esa figura social que, a partir de la ilustración, se conoce con el nombre de “intelectual”), empezando por el padre de todos ellos, Rousseau, y siguiendo con nombres tan sonoros como Marx, Tolstoi, Russell o Sartre. Todos ellos tienen en común ser defensores de ideas y valores que son lo contrario de los aplicados en su vida personal. El humanitarismo teórico no impidió a Rousseau, por ejemplo, abandonar varios hijos en la inclusa o vivir siempre a la sombra de gente rica, o a Marx dejar embarazada y abandonar a una criada.
A esta pléyade de intelectuales sumo al gran poeta chileno Pablo Neruda, defensor de los desheredados de la tierra, denunciante de toda opresión imperialista (bueno, no de toda, del 50% aproximadamente) y autor de algunos de los mejores poemas escritos en español en el siglo XX.
El suceso que narro lo cuenta él mismo en su libro de memorias Confieso que he vivido (Barcelona, Seix Barral, 1974; pág. 45). Neruda era un joven diplomático, nombrado por el gobierno de Salvador Allende cónsul en Colombo (Ceilán). Toma posesión de su residencia, que era una modesto chalet, alejado de las demás urbanizaciones. Como no había excusado, hacía sus necesidades en un cubo metálico encerrado en una caja de madera, que alguien retiraba y limpiaba diariamente. ¿Quién era la criatura misteriosa que hacía este humilde trabajo? Dejemos que sea él mismo quien nos lo cuente:
«Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba. Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Iba vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes».
El poeta, asombrado por la belleza misteriosa de esta mujer, la observa con una mirada parecida a que usaría un entomólogo con un insecto: «como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado».
Después de varios días vigilándola y, comprobando que no podía comunicarse con ella, decide pasar a la acción:
«Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama».
Es decir, violó a la pobre chiquilla, perteneciente a la clase más baja, la de los parias, que no entendía nada y que ni siquiera pudo poner resistencia.
El encuentro -reconoce el escritor- fue el de un hombre con una estatua.
Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia. Menos mal… El escritor tuvo la deferencia no forzarla en más ocasiones, aunque lo podía hacerlo.
Estamos, pues, ante un episodio más de la larga historia, nunca concluida, del dominio del macho sobre la mujer; del rico sobre el pobre; del hombre blanco sobre el indígena. En una palabra: del fuerte sobre el débil. El concepto de una dignidad humana común a todos es ajeno a la mente de Neruda y por ello, con toda naturalidad, puede usar a esta muchacha como a un animal doméstico. Toda la belleza indiscutible de sus versos no borra, ni contradice, su bajeza moral.