Ya se sabe que el capitalismo no se chupa el dedo: no son incompatibles maldad e inteligencia.
Asombra ver a las pobres gentes con la boca abierta, no ante el pan, sino ante los canales de televisión financiados por los que les quitan el pan de la boca. El telespectador se debate entre una bipartidista oferta televisiva: por un lado los programas frívolos y superficiales, tales como ver a una mujer de rostro desfigurado pegándole patadas a un diccionario, o premeditadas escenas dirigidas al espectador de lágrima fácil, terrorismo emocional para que uno se sienta satisfecho de su empatía ( lástima mal camuflada de piedad ); por otro lado informativos de sesgada opinión, soldados con la misión de disparar subliminilidades a nuestro subconsciente con la artillería de imágenes descontextualizadas, a fin de reclutar esclavopensadores que comulguen ideológicamente con sus intereses económicos.
De nada sirve acudir a los periódicos: todo medio con gran poder de difusión lo es por gran poder económico,y quienes les extienden los cheques escriben, en el reverso de éste, las condiciones para seguir subvencionándolos. Todo un arsenal mediático y ruidoso para que el harapiento no oiga los ruegos de su estómago. La evidencia de este lavado (¿enmierdado?) de cerebro está en el fondo de las urnas: los nombres de los empobrecedores escritos con la trémula letra de los hambrientos. Si el refranero nos advirte de que no hay que morder la mano que nos da de comer, la realidad es otra: la gente lame la mano que le quita de comer. ¿ Qué argumentos, qué razones pueden convencer al convencido por medios tan eficaces, tan viscerales?
Una escena de cine me recuerda la actual relación entre ciudadanos e información: la del protagonista de «La naranja mecánica» sentado ante una gran pantalla recibiendo imágenes, atado y con los ojos abiertos contra su voluntad.