Desplazo suavemente el cuaderno sobre mi escritorio hasta colocarlo en el centro del mismo. Luego, lo abro por la mitad, releyendo, mientras me siento, la última cuartilla que redacté. Recojo el lápiz con el que ahora escribo, que estaba en la orilla de la mesa, pendiendo de un hilo, y noto que se siente pesado, mas sé que la torpeza de mis palabras no la causa el instrumento tanto como el grafito cuajado en las falanges de mis dedos. Aquí hay un romance en ciernes. El cuaderno, que está en celo y ovulando, seduce al lenguaje, ansioso también por descargar su flujo incontenible de palabras viajeras. Ahora que se han juntado el hambre con las ganas de comer, sólo es cuestión de coordinar los ritmos. Un buen trago siempre ayuda a estabilizar los nervios. Entonces, sin advertir ni cómo ni cuándo, sucede lo inimaginable, un trazo vacilante se va dibujando en la hoja hasta conformar una D, luego, después de la cabeza, surge por sí solo el cuerpo entero de la primogénita: e, s, p, l, a, z, o.
Es un placer ingrato éste, exige mucho y no devuelve nada, parece, más bien, un vicio. Y se ha iniciado la riña más despiadada, la conversación entre uno mismo, la novela arrebatada dentro de la cual el autor no puede ocultar su protagonismo. El vecino de enfrente, el ordenador, que nada sabe de fluidos y caricias, mira anonadado el espectáculo, muriéndose de la envidia. Apenas nace una palabra, crece y da vida a otra a su costado, bien dicen que el fruto no cae lejos del árbol. Parece fácil, pero hay que leer con cuidado las líneas de la propia mano para alcanzar a expresar a medias lo que a tientas se sigue tratando de comprender.
Luego de un encontronazo que apenas duró unos párrafos ambas bestias terminan exhaustas y deciden darse unos segundos para recuperar la compostura y dejar de jadear, se miran cara a cara, confundidos, recelosos, como dos acérrimos rivales que se acaban de otorgar el perdón mutuo. Porque mentirosas y sinceras, fogosas e impertérritas, las palabras se traducen en amantes de nadie y de cualquiera. Hacen del laberinto sin salida que es la hoja en blanco una Babilonia inaccesible por lo espinoso de sus jardines.
No evitemos hacernos de palabras porque éstas son, más que una herramienta, la bomba nuclear, más que un accesorio, el motor del lenguaje, y sobre todo son, más que finas amantes, el amor definitivo. A escribir, pues, que de ese modo se hace el amor con la memoria.