París-Saigón. Ana Puértolas. Pasos Perdidos.
«Fue el durísimo momento de acudir a la Virgen del Perpetuo Socorro que, según insistía siempre mi madre, nunca falla, por más que yo no las tuviera todas conmigo. En cualquier caso no tenía nada que perder salvo un algo de vergÁ¼enza laica, pero en ese momento, francamente, perderla era lo de menos».
Página 32.
«Lo que todas, todas, las llamadas granjas tenían en común era la total ausencia de persianas, una carencia realmente diabólica. Evidentemente no se debía a la falta de presupuesto familiar, ni tan siquiera a un olvido de los dueños. No. No había persianas porque no, porque no se usan, porque no existen en Islandia entera».
Página 199.
Los libros de viajes tienen hoy en día un inmenso hándicap: No sólo viajan actualmente muchas más personas y mucho más a menudo; no sólo hay muchos más vuelos baratos y tours preparados a destinos antes imposibles de alcanzar por su lejanía o dificultad de acceso (aunque desde luego no tan baratos); sino sobre todo porque el acceso a la información se ha ensanchado como si de una ruta comarcal se hubiese pasado a una autopista de cuatro carriles en cada dirección. La televisión primero con variados formatos de programas de viajes o con la introducción de grabaciones hechas en otros países; después Internet y los millones de fotografías y vídeos que nos acercan de forma inmediata a las localizaciones. Así que la capacidad de sorpresa, de ser una ventana nueva al mundo realmente es muy reducida… En otras palabras es como si quedasen muy pocos rincones vírgenes, y muchos menos aún lectores vírgenes en su identidad viajera.
Por eso la opción del libro queda reducida prácticamente a los amantes de las palabras y la imaginación, a menos que nos encontremos ante volúmenes que aporten algo más, que añadan una visión personal, una capacidad poética, una perspectiva diferente, aunque sea en picado… Ana Puértolas es, sin duda alguna, una gran viajera. Una profesional del mundo de Odiseo y sus aventuras. Una mujer decidida con criterio, conocimiento y honestidad suficientes como para seducirnos en cada uno de sus trayectos, nos guste el destino o no. La seguiremos gustosos allá donde vaya. Ser directora de una revista de viajes durante años y la intensidad y frecuencia de sus desplazamientos la sirven para adquirir una experiencia inmensa de donde sabe muy bien cribar qué es auténtico, que es novedoso, que es reseñable. Nos enamora ya desde su arranque en París, cuando la juventud marca las apreciaciones y el ritmo, la esencia misma del viaje.
«Pero estoy en París, me decía, y aquí no hay prohibición que valga ni pecado que perdonar. La fiesta que me prometía estaba ya a mi alcance. Ese fue el París de mis veinte años. El de sentir en carne viva la libertad».
Página 15.
Y después nos descubre destinos muy variopintos en Sudamérica, África y, sobre todo, Asia. (Si aceptamos que Israel es Europa por participar en Eurovisión… O por cualquier otro motivo más «científico», entonces también nos descubre un rincón en Europa que ya es por sí mismo todo un mundo, una encrucijada de mundos, empezando por el divino y el humano: Jerusalén). Si algo puede, desde luego, reconocérsele a Ana Puértolas es que no esconde sus dudas, sus miedos, sus desconocimientos. Es decir, que va con la verdad por delante. Y eso se agradece porque se pueden «tocar» las emociones reales de la escritora, las imágenes que bombardearon o «flashearon» sus sentidos: auditivas, aromáticas, táctiles:
«Traspasamos las murallas por la puerta de Damasco, como había deseado en mi primer viaje, y nos vimos envueltos en olor a cardamomo, almizcle, naranjas recién cortadas, comino y clavo […]»
Página 59.
«[…] donde nos servían una especie de rancho compuesto por un trozo de pollo correoso y una bola de arroz hecho puré».
Página 86.
«Durante mi estancia solía pasear sola por la medina, y en más de una ocasión alguna de ellas se me acercó y con ojos sonrientes me tomó de la mano, acariciándola suavemente. Sentíamos un gran interés la una por la otra, pero nos era imposible comunicarnos con un lenguaje que no fuera el del tacto».
Página 108.
Por esa gran capacidad de observación, y ese talento de plasmar en pocas y certeras palabras las «imágenes» o «sensaciones» vividas, la autora ya nos convence. Pero es su honestidad la que convierte todo eso en una realidad que enamora. Pues si ella está hablando con admiración de un lugar podemos sentir que está haciéndonos llegar su franca impresión y, por lo tanto, dejarnos llevar por ella.
Viajera intrépida desde el comienzo, especialmente teniendo en cuenta sus temores por los vuelos, se atreve con ciudades poco seguras, y con destinos poco occidentalizados, lo cual nos abre ventanas a lugares en los que no habíamos pensado los eurocentristas, los de la «vieja» Europa. Ana puede hablar de sus prejuicios o reticencias antes de un viaje, pero parece que, desde que toma la determinación de emprenderlo, tanto unos como otras quedan atrás, para despejar sus sentidos de cualquier barrera y ponerlos cien por cien al disfrute de la experiencia que va a disfrutar. De ahí la riqueza innegable de los textos que recomiendo como lectura ágil, sincera, apasionada a veces, y siempre deliciosa.