Dejo reposar el libro y contemplo su portada. En la inconsciente y fiable certeza que, cumplida la última página de su lectura, seguiré volviendo a él. No me es difícil precisar la razón de esta relación que renace en cada libro, al que, como en este caso, ya pertenezco. Existen obras para ciertos hombres. Y esta es una de ellas. No quiera verse en esta reflexión la magna grandilocuencia de la afirmaciones sin fisuras, al menos en el concepto. No es el caso. Tampoco la de suplir expresión por devoción. En todo caso, fidelizar vida y literatura que en el lector suscita la disposición anímica que trasluce el haber traspasado el umbral de la obra y reconocer su distinción frente a otras. Me refiero a la mudez que sella ese sentir íntimo. El calmo final que es principio del inmediato discurrir, que se inicia tras conocer su geografía literaria. Y que, conocida ésta, aún reverbera en la creciente espera que ya no tendrá fin.
La fotografía en blanco y negro de la portada, rezuma ese sino de los tiempos que retorna como nostálgico hechizo. Cabizbajos, contumaces y absorbidos por la tarea, los dos hombres vierten el lirismo de su transido canto, que no es otro que el de la decisión frente a la adversidad. Al fondo el claror de la serena mar embebida en sí misma. Como estos Pescadores del Sur que suman y embarcan madurez y juventud en la traíña. Bajo sus pies el vaivén de lo más hondo y enigmático: la incontenible fuerza de la naturaleza. Los rostros denotan ensimismamiento y convicción en su proceder. Duro y penoso trabajo conciliar el amor y el temor a la mar.
Pescadores del Sur. Orillas de Carboneras, confiere al lector la empatía hacia un mundo alejado y distante de su cotidianidad. Lo sumerge en el paisaje que besa a la mar como vasta extensión azul de su cielo. El ser humano trasciende en la biografía episódica de esta novela, centrada en los avatares de una humilde familia. La dureza de las circunstancias se congracian siempre con el lugar al que pertenecen. Una patria emocional y vivencial, donde la presencia de numerosas calas solitarias y de playas de arena llenas de placidez contrastan con la aridez de los materiales volcánicos y de los propios acantilados. En Ocnos, el poeta sevillano Luis Cernuda –este año 2013 se celebra el quincuagésimo aniversario de su fallecimiento en el exilio- apunta que hay destinos humanos unidos a un lugar o paisaje. La miseria y la precariedad cercan a los personajes y condicionan su vida. Sin embargo la resistencia tenaz y la templanza son valores que enaltecen sus decisiones. Como señala Jesús, ante el abatimiento, la desazón y los peores augurios sobre sus hijos Pedro y Simón, en una de sus incursiones pesqueras al cabo Quilates, buscando mejores lances y en pleno temporal, “Es verdad, cuando se ha nacido en el sufrimiento hay que buscar las cosas de cara”. En ese pertinaz empeño, la audacia y el coraje asentidos y en silencio conforman la verdadera dimensión emocional y psicológica de una familia que, como tantas otras, malvive en tiempos anteriores y posteriores a la Guerra Civil en levante almeriense. La supervivencia del núcleo familiar se materializa en la adaptación a diferentes entornos y circunstancias, pero siempre con la mar al fondo y en el pulso.
Antonio Carrillo Alonso refiere varios planos descriptivos que vertebran la obra desde la hondura serena y paciente. El valor antropológico se liga al histórico y social, que realza su encanto y nobleza en la propia dimensión humana en el que se hallan y localizan. El ser humano sostiene sus propias decisiones y las encarna o desahucia, según consienta su conciencia. Porque como atina Andrés, uno de los hijos de Jesús, subrayando su carácter autodidacta, fomentado por un maestro bueno del pueblo, y su orgullo en conocerlo, que le acercó a la obra de J. Conrad, El corazón de las tinieblas, “era lo suficientemente hombre para enfrentarse a las tinieblas”. El escritor almeriense evoca desde el conocimiento y la sensibilidad, a sus otrora compañeros y familiares pescadores. La épica de unas vidas en constante embate y fragor frente al paupérrimo horizonte. De esta manera salda una deuda para con sus iguales en los que hallamos: la fortaleza y desnudez de lo primitivo frente a la callada indolencia ante el tiempo detenido y los espacios cotidianos. La memoria se alza, entonces, como signo involuntario de justicia. La intencionalidad restaría integridad y esta obra acusa la honesta y sencilla pretensión de, precisamente y porque está forjada por manos moldeadas por los soles y los mares del Sur, mantenerse incólume y sólida, sin apoyaturas, artificios o miriñaques, como una barca de jábega.