Evaristo Cienfuegos tenía una obsesión que le perseguía allá donde fuera, una obsesión con la que malvivía, más que convivir, porque no la dominaba, y una obsesión no dominada es como una adicción descontrolada que te gobierna, te dirige y no te permite elegir tu camino.
Evaristo Cienfuegos trabajaba de croupier en un casino de mala muerte a las afueras de la ciudad. Allí robaba de vez en cuando y se ganaba bien la vida con las propinas de los niños de papá que venían de la capital a quemar el cariño de sus padres, apostando todo al rojo y alegrándose de que saliera negro.
Evaristo Cienfuegos había vivido siempre solo, no recordaba una familia a la que añorar, ni una esposa a la que amar, ni unos hijos a los que educar. Ahora, compartía su casa prefabricada de veinte metros cuadrados con su obsesión, que se había acomodado a sus anchas en el sofá de dos plazas color azul índigo, a juego con el cielo, cuando estaba de ese color.
Evaristo Cienfuegos compraba siempre en la tienda de alimentos de la Mary, y allí se había enamorado de su hija, la Gertru, una bomba de voluptuosidad de tan sólo veinte años de edad y una talla excesiva de sujetador, una chica conocedora de su potencial que manejaba la voluntad de los hombres a su antojo, como hacen todas las mujeres de buen ver.
Evaristo Cienfuegos frecuentaba el lupanar la Isla Azul, no por vicio, sino por necesidad, no de sexo, sino de cariño, no de pasión, sino de ternura, porque se sentía solo, tremendamente solo, y la soledad no buscada es la peor da las condiciones humanas, porque abruma más que la oscuridad más absoluta, que se puede combatir con una simple llamarada de luz.
Evaristo Cienfuegos regresaba siempre tarde a casa, se tumbaba sobre la cama y discutía con su obsesión, la cuál siempre le rebatía sus argumentos con una locuacidad inexplicable. Evaristo Cienfuegos tenía una obsesión que le perseguía allá donde fuera: «si algún día le secuestraran, ¿quién pagaría su rescate?».