Los otros de la facultad
Pienso en la Facultad muy a menudo, aunque ya hace unos años que me dejó marchar. Sigo encadenado a sus huesos, ahora con el doctorado en la distancia. Pero si continúo sintiéndola tanto es porque forma parte de mi vida. La Facultad pasó por mí, y yo no sólo por ella, que no es lo mismo. Y no porque me enamorase platónicamente de ella, sino porque tuve la suerte de saber aprovecharla. Hablo no tanto por las clases, que muchas también; no tanto por los profesores, que muchos igualmente, fueron geniales, mientras que otros, no tanto.
Paseo, a veces, cuando casi no hay nadie, por la Facultad y reconozco los lugares en los que mis mejores amigos y yo pensábamos y repasábamos los artículos del Taller de Periodismo Solidario. Esos rincones en los que tres amigos y yo destrozábamos nuestros artículos, en los que llevábamos días trabajando, para mejorarlos antes del cierre. Porque nuestro cierre de la revista oral era tan importante como la cita con la más guapa y despampanante de la clase.
Nos lo tomábamos muy en serio, porque creíamos en esta forma de aprender, de empezar a trabajar en periodismo. Y además, porque disfrutábamos. Cuando enviábamos el artículo unos minutos antes del “deadline”, nos entraban nervios ante el ordenador, porque sabíamos que al día siguiente habría una auténtica prueba de fuego.
En las clases de la mañana, los más tardones repasaban los artículos que no nos había dado tiempo a destripar por la madrugada, y al mediodía, en la cafetería o en el césped de la Facultad, hacíamos comentarios previos. Los teníamos tan subrayados como el temario del más difícil examen de la profesora de Historia del Periodismo Universal. En realidad, sabíamos cómo se titulaban todos, cómo empezaban, cómo mediaban y cómo terminaban. Qué errores tenían o qué mejoras podían hacerse. No fue fácil, pero cada semana nos hacíamos más expertos en mejorar nuestros propios artículos. En mejorar nuestro periodismo. Algunas veces hasta intuíamos qué nos diría el profesor Fajardo si el día antes no habíamos estado muy afortunados. E, incluso, podíamos dibujar la cara del coordinador del Taller ante algunas “cagadas” que después nos dábamos cuenta que habíamos cometido.
Pero así fue en verdad, y de verdad, cómo aprendimos a ser un poco periodistas. A adentrarnos en temas que a veces no salían en ningún otro sitio o, con suerte, en alguna columna o breve de los periódicos. Nosotros desarrollamos una idea con guarnición cada semana durante años y nos hicimos, al final, auténticos estudiantes de Ciencias de la Información. También empezamos a “evitar” los gerundios, a prohibirnos los adjetivos y, en definitiva, a escribir mejor y a decirlo todo en setecientas palabras. Luego, nuestro grupo era un auténtico nido de amigos y aunque los vea en otros sitios, los lea en otros medios o los escuche por ahí, sé quiénes son cada uno de los que empiezan a despuntar en el periodismo y los reconozco como parte de mí. Porque aquellos Consejos de redacción que nos regaló el profesor Fajardo fueron lo mejor de mi Facultad, y eso que casi siempre que el tiempo nos lo permitía los hacíamos en Cantarranas.
Á‰ramos los otros de la Facultad, los del Taller. Y se nos notaba al escribir, en el estar y en el plantearnos el periodismo. Paradojas de la vida, ahora trabajo haciendo algo muy parecido a lo que hacía entonces, salvando las distancias. Pero de lo que estoy seguro es que yo sería peor periodista de no haber compartido mis semanas en el Centro de Colaboraciones Solidarias, con el profesor, con Miguélez, Ana y María José, y sería menos persona de no haber pasado por el Taller Solidario cuya 15ª edición acaba de inaugurarse. Tengo verdadera envidia de los que comienzan el nuevo curso en el taller. Son unos afortunados. Aunque recuerdo que siempre me recordaban que “hoy es siempre todavía” y espero ir por allí alguna vez a seguir aprendiendo gracias a mi querido, admirado y anhelado profesor y maestro.