Las reflexiones que siguen a continuación no están realizadas por ningún experto en la materia ni tienen ambición erudita, simplemente son un intento de lectura crítica: aletargar el contexto que influye en mi comprensión de todo texto y tratar de, a sabiendas de la dificultad de la empresa, poner mi intelección en el contexto propio del momento en el que surge el texto (entre el siglo VIII a.C. y el siglo VI a.C.).
A título individual creo que, por definición, el ser humano no puede salir de su propio contexto; no podemos hablar de algo sin la compañía sempiterna de nuestro marco de referencia cultural. Eso sí, eso no significa que, a través de un esfuerzo empático, podamos estudiar el punto de vista de otras épocas o culturas, dialogar con ellas y confrontarlas con nuestro momento actual. Creo que todo aquél que se acerca a obras literarias de culturas diferentes a la suya o de épocas distintas, debería hacer un esfuerzo de humildad: intentar limar todos los caracteres de nuestro contexto para ponernos en la piel de aquél que escribe o aquéllos que son representados.
Ahora bien, debemos tener claro que -por mucho que intentemos salir de nosotros mismos- seguramente se nos escaparan muchos matices y veremos más de algún problema desde nuestra óptica; al fin y al cabo, somos humanos. Y esto último debe llevarnos a la siguiente conclusión: si no podemos llegar a entender totalmente una cultura desde nuestro -por más que nos duela- inseparable punto de vista, tampoco debemos juzgar al contexto estudiado como un estadio inferior de desarrollo del espíritu humano. Es un error común en el hombre: resaltar la atalaya desde la que observa el pasado como un bastión del progreso técnico y respeto moral.
Un ejemplo oportunista y barato es el tema de la esclavitud: al hombre contemporáneo le parece raro que, en los albores de la democracia, existiera la esclavitud, parece ser que este hombre olvida que tiene más de un continente esclavizado bajo la pancarta, tan deseada, de ese progreso tan técnico y racional. Otro ejemplo: la violencia. Puede asustar la violencia de las guerras antiguas, pues las entrañas y la sangre caliente formaban parte del paisaje en medio de una batalla… puede parecer sanguinario y cruel visto des del punto de vista del soldado moderno que aprieta un botón y destruye un pueblo entero en pocos segundos. El alejamiento de la subjetividad en la acción militar implica un aumento de la crueldad en su forma más fría y apática. Se sigue matando y se sigue esclavizando, ya sea en Grecia, en el Tíbet, en Guinea Ecuatorial o en el trabajo repetitivo y asqueroso de un despreciado mozo de almacén -lo he sufrido en mi propio ego-.
Y es que, por mucho que el tiempo corra, los problemas del hombre siguen siendo los mismos; el hombre y sus pasiones no cambian, se inscriben en otras circunstancias, en otros contextos históricos. Es por ello que, cada vez que el sol vuelve a nacer, el hombre se enfrenta a problemas similares con los que se encaraban sus predecesores, es por ello que es posible entender otras culturas si observamos sus circunstancias: veremos cómo encaran los mismos problemas inscritos en un contexto diferente y veremos cómo, generalmente, circunstancias diferentes dan lugar a soluciones diferentes.
A riesgo de caer en cierto pragmatismo -aunque sea muy alejado a mis pretensiones- podemos entender, volviendo a los problemas de los antiguos, que la solución de un problema es una pura cuestión de perspectiva y de contexto. Es una posible lección de humildad que nos brindan las lecturas de nuestro pasado.
Vamos a ir dejando ya los preliminares y nos “centramos” en la reflexión que me ha brindado la lectura del texto. Cuando uno lee los versos de la Ilíada se enfrenta a varios problemas y hay uno de ellos que, para el que escribe, es especialmente importante: el problema de la responsabilidad en los actos humanos o mortales. En este punto se demuestra la imposibilidad del ser humano de trascender su propio contexto: nuestra lectura del asunto suele ser de cariz judeocristiano.
Vayamos al texto: confrontemos la empatía que sentimos hacia Héctor o hacia Aquiles. Cuando pensamos en Héctor, vemos que debería ser un hombre ejemplar: antepone su interés al bien común de Troya. Cuando pensamos en Aquiles, nos damos cuenta de que es un ser bastante egoísta: se encierra en su cólera y permite que sus congéneres sean aplastados como moscas. Podríamos decir que Héctor encarna el ideal del buen ciudadano en las ciudades-estado del conjunto histórico-cultural “griego”, mientras que Aquiles encarna la figura del idiota, del separado. Debemos pensar que atribuir el término “individuo” o “carácter individualista” a un habitante de aquellas tierras es todo un anacronismo: existía la idea de un hombre como tal, pero jamás debemos pensar que utilizaban el término en el sentido de un individuo autónomo.
Actuar -nos vemos obligados a hablar con palabras de nuestro contexto- “individualmente” era entendido como un peligro para el bienestar común de toda la polis, la vida era vida en sociedad: el hombre no podía entenderse sin la relación interdependiente con sus congéneres. Es por ello que, al separado, al que seguía su propio interés, se le calificaba como a un idiota. Dicho esto, podremos decir que la lectura judeocristiana dirá que Héctor encarna la figura del hombre comunal, del hombre de estado y Aquiles la figura del individualista.
La pretensión de esta breve reflexión no es la investigación de los orígenes del término “individuo”, aunque podemos dar unas pinceladas sobre él para que no pase en vano el sentido de la atribución “Aquiles es un individualista”. Más allá del origen etimológico del término -el cual, desgraciadamente, desconozco- trataré de dar un par de claves de la carga conceptual del término que baña nuestra cosmovisión y “antropovisión” contemporánea. El pensamiento moderno rechazará la información que proviene del mundo externo acentuando la legitimidad y veracidad de la información que proviene del intelecto, dejan de buscarse respuestas en el orden exterior del hombre y se empiezan a buscar respuestas en el orden interior; ya no importa tanto la naturaleza como mi representación mental de ella. En este punto el cristianismo tiene un aspecto importantísimo: será la piedra de toque que impulse al hombre hacia la profundidad de su ser; allí, en el alma, se encuentra mi vehículo de comunicación con Dios. Es en mi interioridad donde puedo ser un buen hombre y alcanzar lo excelso, fuera de mi interioridad todo es corrupción y degradación. Es este aspecto el que permite que, en el hombre contemporáneo, se dé un cierto predominio del “yo” interior por encima del “yo” comunal: ¿quién sería un Héctor hoy en día? ¿Quién daría la vida por su ciudad? Seamos sinceros: poca gente.
Entonces, cuando decimos que “Aquiles es un individualista” estamos diciendo que es un mal aqueo: lo estamos revistiendo de un matiz subjetivista, como un hombre lejano a toda la comunidad. Si esto hubiese sido así, Aquiles no hubiera sido rey de los mirmidones, pues le hubieran considerado como a un idiota separado. En todo caso, deberíamos decir que Aquiles está cegado por su cólera -como pasara con la diosa Ate y las tragedias- y no puede ver la totalidad del asunto, pero no podemos decir que era un individualista: Aquiles no era un idiota.
De este punto pasamos al siguiente, ¿podemos cargar con la culpa a Aquiles? ¿Podemos atribuirle la responsabilidad de sus actos? ¿Su pasividad militar es la causa de la muerte de buena parte del ejército aqueo? ¿Es fruto de su voluntad dicha pasividad? Este un punto muy complejo. Se ha considerado que la cosmovisión de lo que hoy se llama la “Grecia Antigua” era, generalmente, fatalista: el hombre estaba marcado, desde que nacía, por el destino. Un destino del cuál no podía desasirse. El que escribe piensa que, al fin y al cabo, la postulación del destino tiene que ver con una imagen determinista de la naturaleza: los elementos (los vientos favorables en la navegación con vela rectangular, por ejemplo) determinan profundamente la vida de la comunidad. Este destino acababa generando una sensación de irresponsabilidad para con la vida: haga lo que haga el destino se cumple, el hombre no es responsable de sus actos; el destino es el que vaticina todo acontecer.
En cambio, para el judeocristianismo la cosa es distinta, Dios ha otorgado un carisma, un regalo: el paso de la no existencia a la existencia, el paso del yugo de Egipto a la problemática libertad del desierto, el paso de la cárcel del óbito a la libertad de la resurrección. Dios ha otorgado a su pueblo la libertad: esto implica una responsabilidad para cuidar y hacer un buen uso del carisma; el hombre es responsable de la administración de su existencia terrena.
Ahora bien, los límites no son estrictos. El hombre griego estaba sometido al destino, pero podía enfrentarse a él; el héroe es aquél que se resiste al destino o se entrega a él asumiendo resignadamente las fatales consecuencias. Hay un cierto espacio para la lucha en la libertad. En el hombre judeocristiano la cosa se complica un poco, dependiendo de la confesión o doctrina teológica que el creyente profese: generalmente el hombre tiene cierta libertad pero la salvación, en último término, depende de la gracia de Dios. Hay un cierto determinismo que supone un peligro para la exclusión de la maldad en Dios, como veremos más adelante.
De aquí se desprende otro problema: si estamos determinados por Dios o el destino, toda la maldad que se desprende de dichas determinaciones pertenecen al destino o a Dios… y, por otro lado, la responsabilidad de mis actos pone la maldad en mis manos. Esto, de momento, sólo lo dejamos apuntado, será tratado más adelante.
Desde mi punto de vista, si queremos ponernos en la piel de un “griego”, no podemos atribuir responsabilidad ni culpa al comportamiento de Aquiles.
A riesgo de romper el ritmo del texto me cubro las espaldas lanzando una pequeña disculpa, ruego que, si mi visión es demasiado parcial o errónea, se me disculpe; sólo estoy haciendo una reflexión de un pedazo de texto de la Ilíada que, muy a pesar mío, es una cierta forma de traicionar al mismo mensaje del texto.
Volvamos a la carga. No podemos otorgar a Aquiles una responsabilidad que no tiene: no sufre cólera por decisión propia, le ha impulsado el destino. Tetis le pide que no participe en la guerra y que siga enfadado con los aqueos, mientras ella va a pedir ayuda a Zeus. En un principio, Aquiles se comporta benévolamente y entrega Briseida a Agamenón y, el hijo de Tetis, dolido en honor, se retira al mar a llorar; es en ese momento cuando la divinidad Tetis le comunica su destino glorioso, aunque fatal, y le aconseja que no deponga su enfado contra aquéllos que lo faltan. Aquiles, asumiendo los designios del destino, se queda en el campamento; y, mientras escucha el metal repicar a lo lejos, arde de deseos de entrar en combate, pero debe guardar el consejo de su madre divina.
Aunque el tema de la culpa en los actos es un tema interesante, no deja de ser un tema judeocristiano y, salvando las distancias, ajeno al fatalismo griego. Dejando el tema de la responsabilidad a parte, nos centramos ahora en la temática del destino. Es un concepto ambivalente en el panteón griego: ora está por encima de los dioses, ora los dioses son el destino, ora el destino se subyuga a los dioses…
Un ejemplo de ello es cuando Zeus medita la muerte de Patroclo: sabiendo que él debía morir, infunde miedo en el corazón de Héctor para dar unos minutos más de gloria a Patroclo -la única petición que Zeus concede a Aquiles: Patroclo obtendrá gloria pero no conservará la vida- , en ese momento Héctor reconoce la divina balanza de Zeus y aconseja a sus hombres que se retiren. Zeus también infunde coraje en Patroclo que, desobedeciendo las órdenes de Aquiles -debía volver al campamento cuando las tropas de Troya se retirasen lo suficiente-, continúa en la batalla y es masacrado por la mano interventora de los dioses y rematado por Héctor. El mismo Patroclo sabe que ha sido muerto por la intervención divina del destino y, evidentemente, Héctor cree que Patroclo ha muerto por la cólera de Aquiles que ha enviado a Patroclo para que lo matara; cuando Aquiles había advertido a Patroclo que debía cosechar gloria pero que no debía acercarse a los muros de Troya. Se decía que el destino es ambivalente, en estos hechos podría parecer que Zeus es el destino, pero unos versos más arriba el destino gobierna a Zeus: debía decidir entre dar muerte a Sarpedon o a Patroclo, pues uno de los dos debía morir.
En todo el poema vemos como se dan dos constantes: la intervención de los dioses en el acontecer humano y la contemplación distante de los dioses del mismo acontecer, la inmanencia y la trascendencia. En el panteón griego los dioses ora intervienen en el mundo ora son simples creadores del universo. Retomando ahora el tema de la maldad -si estaba en la responsabilidad del hombre o en la determinación de la divinidad-, podemos decir ya que, en el caso griego, se da una cierta “antropomorfización” explícita de la divinidad: a los dioses se les atribuye pasiones humanas -y esto conlleva, también, las imperfecciones-. Esta atribución, tan humana, de los errores y pasiones del hombre al nivel de la divinidad hace que los problemas de la atribución del mal sean menos acuciantes que en un monoteísmo. Los dioses griegos solamente son la potencialidad de las pasiones humanas constantemente -y plenamente- actualizadas; no hay una atribución de lo perfecto a lo bueno, como suele suceder en el monoteísmo. El panteón griego permite que los problemas entre trascendencia e inmanencia, entre la no actuación de la divinidad en el mundo o la actuación en el mundo -y, por añadido, de sus miserias- sean menos problemáticos que en el monoteísmo; simplemente se acepta tranquilamente la atribución de pasiones humanas a la divinidad.
El monoteísmo es más hipócrita. Recordemos ahora la declaración de principios que he propuesto al principio del artículo: el hombre no puede trascenderse a sí mismo para hablar. Es el gran problema del monoteísmo: ¿Cómo hablar de lo excelso desde lo corrupto? ¿Cómo dialogar con lo infinito desde lo finito? El monoteísmo a veces olvida que hablamos de Dios con labios de hombre.
Dada la identificación del primer principio con el principio creador y con el principio salvador -la religión, por mucho que le pese, siempre se mueve en la dialéctica de la ofrenda y el regalo- el creyente no puede atribuir el mal en el sino de Dios; y, sin embargo, postula la relación de éste con el mundo creado -que es bastante cruel y malo-. En un Dios que no puede ser “antropomorfizado”, que es perfecto dada su capacidad creadora y salvadora, los problemas de la atribución del mal se complican: atribuimos el mal a Dios si lo hacemos inmanente y se lo atribuimos al hombre si hacemos a Dios trascendente; y, sin embargo, la inmanencia de Dios nos exime de la responsabilidad y su trascendencia denota su falta de amor hacia su creación.
Amor. Salvación. Carisma. ¿El Dios del monoteísmo es antropomorfo? Toda proyección de la divinidad es una proyección de los anhelos del hombre, a saber: la búsqueda del sentido y el hambre de inmortalidad. El Dios del monoteísmo es un Dios que toma cuerpo de los anhelos humanos; no hay nada más humano que la relación amorosa con Dios a través del Cristo, nada más humano que la Jocmá judía que acerca al frío JHWH a su creación, nada más humano que la dialéctica ofrenda-regalo presente en todo ritualismo. Por no hablar del anhelo de infinitud que tiene todo Dios monoteísta, debido a su relación con la creación: no hay nada menos divino y más humano que el tema del infinito; no es más que la proyección, muy humana, de trascenderse a sí mismo, de no estar contento con lo actual y querer lo siempre potencial. Es el sempiterno querer.
De hecho el problema del mal es humano, muy humano. No creo que Dios o la divinidad se planteen el mal. Sólo los hombres buscamos culpables. El problema del mal consiste en buscar al culpable: ¿a quién atribuimos el mal? ¿De dónde proviene la maldad? ¿Quién ha creado todo este embrollo? Es más una búsqueda de patio de colegio que no una búsqueda divina; es una búsqueda humana, al fin y al cabo.
Y aquí nos encontramos, delante de la pantalla de un ordenador en plena noche del hemisferio norte escribiendo reflexiones sobre la culpa, el mal o el destino. Hace ocho siglos la tierra seguía dando vueltas y vueltas sobre sí misma y el hombre se preguntaba lo mismo que yo me pregunto en esta desvelada noche: dándole vueltas y más vueltas al mismo problema. Mañana la tierra seguirá girando y, si no reventamos el mundo, el hombre seguirá preguntándose lo mismo. Las preguntas son las mismas, las respuestas son diferentes. De lo primero estoy seguro, de lo segundo cada día menos.