«-Yo también he sufrido. Los hombres piensan que combaten solos en las guerras, y no saben que quien se queda combate a su lado día tras día».
Página 147.
«-Puedo aseguraros que aquello que parece ocioso, no lo es. Para un artista, el ocio no existe, porque en cada momento de la jornada, y a menudo también por la noche, él vive para su obra, la ve la piensa, la mejora».
Página 239.
«-La última puñalada le atravesó la garganta. La agonía de los últimos instantes del animal, la sangre, su olor penetrante, le embriagaron como el mejor vino, una droga de oriente, o el perfume de una mujer».
Página 398.
Si bien no estamos ante una novedad editorial, me veo obligado a reseñar esta novela. Moralmente obligado, quiero decir. Para quien lleva ocho años leyendo biografías, ensayos, y ficción sobre los Borgia, su época y su entorno resulta muy complicado encontrar textos que parezcan bien documentados sin aburrir, o sin entrar casi en el terreno de la no-ficción (aunque tratándose de Historia quien podría decir lo que es real y lo que no lo es realmente no está vivo para hacerlo).
Es más fácil dejarse llevar por la leyenda, o por el colmo de la imaginación, como en el mundo del cómic Manara y Jodorowsky o la japonesa You Higuri, y hacerlo de forma solvente. De hecho uno llega a ser muy muy exigente con textos que versan sobre lo que se ha llegado a apreciar tanto como si se tratase de un ser vivo. Uno le coge cariño a estos personajes vilipendiados, odiados y envidiados hasta el colmo.
Por estos motivos cuando empecé a leer la novela de la que hablamos me sorprendió la inteligencia de planteamiento, la magnífica estructura a la par que el muy serio trabajo de documentación que habían hecho las autoras, estas hermanas italianas licenciadas en letras. La obra parte de un hecho cierto: Juan Borgia, supuesto hijo del Papa Alejandro VI y Vannozza Cattanei, Capitán General de los Ejércitos Ponficios y supuesto modelo del Cristo de la primera Piedad de Miguel Ángel (hay leyendas par todo en el seno de esta familia); arrogante, hermoso, y engreído, fue asesinado en 1497, sólo cinco años después de la llegada al solio pontificio de Rodrigo Borgia, su padre según la versión más aceptada de la Historia.
Además de los enemigos que en general la familia Borja/Borgia se había ganado entre los italianos por «robarles» Roma y el poder, el joven soldado de vida licenciosa (a pesar de haberse convertido en Duque de Gandía y de haberse casado con una prima de Fernando el Católico) tenía una facultad innata para granjearse odios allá por donde pasaba. La lista de los posibles asesinos era larga. Y todos eran poderosos: los Orsini, el cardenal Ascanio Sforza, Antonio Pico de la Mirandola -a cuya hija pretendía-, Guidobaldo de Montefeltro -duque de Urbino- su propio hermano Jofré -con cuya esposa había tenido o tenía una relación pública-, o su otro hermano César quien ansiaba dejar su carrera eclesiástica para desempeñar el papel de Juan, por citar algunos, ya que había otros esposos engañados y hombres de honor herido por este renacentista de raíces valencianas.
Pero todo el planteamiento revela una agudeza mental digna de elogio. Allí donde otros fracasaron estrepitosamente como Mario Puzo, o quien quiera que fuese el autor de la infumable Los Borgia, intentando retratar a una familia de hombres y mujeres de talento, Elena y Michela Martignoni saben centrarse en un personaje al que la Historia no ha prestado demasiado atención y, lo que es peor, de quien no ha dejado exceso de documentación, para pintarlo a través de sus actos y de sus enemigos, de la visión distorsionada que estos tenían de él, sin que por ello el retrato quede absurdo o exagerado. Parecen captar a la perfección la arrogancia y la prepotencia de quien no habría sido nadie sin su padre, hablando lo necesario de los personajes que hay a su alrededor, algunos con notable acierto como los Sforza o los Orsini.
Por otra parte como prueba de la magnífica documentación valga un botón:
«-¡Ni siquiera la mesa del Pontífice está tan bien servida! Su Santidad detesta la voracidad y sus comidas son siempre frugales. Repite siempre que un hombre de Dios tiene que saber moderarse».
Página 271.
He leído en algunos catedráticos que escriben artículos en revistas de Historia la afirmación absurda de que el Papa Alejandro VI tenía también el pecado de la gula. Lo deducen de que estaba gordo, pero demuestran ignorancia del tema, como demuestran todas las biografías serias sobre el personaje. Sin embargo las autoras están bien informadas también en este punto.
Por último, la historia, si bien con elementos de ficción bastante cohesionados y verosímiles, desemboca en el asesinato pero, aunque el lector ha tenido frente a sí a todos los sospechosos, sus motivos, sus oportunidades, es difícil saber quién se tomó la venganza por su mano -o por mano interpuesta. Y si es verdad que no ha quedado documento probado de la autoría del crimen, o al menos no se ha hecho público, las escritoras dan una solución al enigma sobre la que no hablaremos, ni siquiera desvelaremos si es parte de la trama inventada o de los personajes más célebres y reales. Quede para el investigador (si el lector lo fuera) el hallazgo de tan preciado tesoro cinco siglos después de la muerte del duque de Gandía, el magnífico y bello hombre que vestía a veces a la manera musulmana, como su amigo el príncipe Djem, que conquistaba damas, perdía más batallas que ganaba y -aseguran- dio un cadáver aún más hermoso que su propia figura viva, como si el putrefacto Tíber lo hubiese querido preservar por ser el más perfecto cuerpo que le había sido entregado nunca.