Consonancias, 36
La campana doblando lenta y lejana, en el solemne toque de difuntos, recibe a los espectadores que van llenando las gradas del Teatro de las Esquinas para asomarse a ‘La casa de Bernarda Alba’ que convoca a su grey femenina para marcar el rumbo que ha de gobernar sus vidas a partir de la desaparición de Antonio María Benavides, su segundo marido, el patriarca de la familia.
Cuando van a cumplirse cincuenta años de su estreno en España (en Buenos Aires se hizo dos décadas antes), la reposición de esta pieza clave en la dramaturgia de García Lorca vuelve a llenar un vacío siempre latente en el ánimo de los millares de incondicionales que el genio de Fuente Vaqueros ha ido acumulando en el transcurso del siglo XX y en lo que llevamos del XXI. Es un clásico que periódicamente ha de revisitarse para satisfacer una necesidad personal, una especie de demanda interior, como ocurre con ciertas músicas que forman parte de nuestro tejido racional y emocional.
La versión ofrecida por A.lquibla Teatro, bajo la dirección de Antonio Saura, tiene un prólogo a plena luz de sala en el que la criada Poncia va situando el austero mobiliario que rotará por el espacio escénico expresando simbólicamente la rigidez y el desconcierto que reinan en aquel hogar. Es significativo que de las ocho sillas, correspondientes a las ocho actrices que participan en el drama, cinco estén quebradas en su respaldo de una u otra forma. Resulta una inteligente manera de mostrar las carencias, las limitaciones y la frustración a que están condenadas las cinco hermanas, víctimas de una sociedad asfixiante que su madre canaliza en todo momento y personaliza a la menor oportunidad.
La puesta en escena es sobria, como corresponde a la temática, y está bien resuelta a través de una maroma longitudinal que cubre todo el escenario y establece la distribución de tiempos. No hay interrupciones; todo el trayecto dramático se desarrolla con bastante agilidad, siendo la aparición de la abuela María Josefa, interpretada por Josefina Castillo, el recurso para apaciguar en cierta medida la tensión de la trama, poniendo unas notas de ingenuismo lírico como contraste.
La interpretación está a buen nivel, destacando la de Lola Martínez en el papel de Poncia. Lola Escribano, que personifica a la tiránica Bernarda Alba, necesitaría en algunas escenas algo más de severidad, de rigidez, de sequedad, de distancia… por paradójico que pueda parecer.
Allende García, representando a la joven Adela, se excede en algunas carrerillas por el escenario del todo innecesarias; unos movimientos rápidos y nerviosos, sin correr frenéticamente, hubieran sido suficientes para expresar sus estados de ánimo. Esperanza Clares, Verónica Bermúdez, Toñi Olmedo y María Alarcón, las restantes hermanas, defienden bien sus respectivos papeles.
El final de la tragedia está muy conseguido, tanto desde el punto de vista plástico como interpretativo, hasta el punto de que a alguna de las actrices parecieron escapársele lágrimas verdaderas.