Ría de Huelva
Muelle del Tinto serpenteante e idílico. Espejo claro para el pigmento inquieto de algún artista noble y recio. Las sombras cuadriculadas sobre la quietud de la ría en noches de luna mágica. Las barquitas multicolores, como cascarones de nuez, meciéndose suaves al compás de la brisa marinera: “María del Mar”, “Estrella”, “Marisa”…
Playa de la Gilda, concha de los arrullos, blanca y pequeña, en donde un día la palma de la mar dejó impresa su huella.
Un barco pesquero, medio derruido y varado para la eternidad en los corazones henchidos de dos estudiantes de Preu. El amor primerizo entre tuercas y tornillos, argollas de hierro, cabos sueltos y la bodega repleta de periódicos viejos. El amor primero de los tesoros y de los sueños.
Balneario de la Cinta: “acogedor, con espléndido servicio de bar y cómodas terrazas, piscina para los más pequeños y hasta un botiquín para la asistencia sanitaria, servicio ininterrumpido de autobuses desde las siete de la mañana hasta las nueve y treinta minutos de la noche. Que por una módica cantidad puede hacerse socio del mismo y disfrutar de la serie de ventajas que en él existen. Patrocinado por la Obra Sindical de Educación y Descanso”. Balneario de la Cinta, hecho a la marinesca para todo el pueblo de Huelva.
La mirada de Colón escudriñando allende los mares. Las palmeras de Arabia. El trozo de playa con el embarcadero de vigas ennegrecidas y los más valientes tirándose desde su atalaya. Los jóvenes bañistas jugueteando como locos con los neumáticos gigantes de camión. Las familias enteras, como piñas, disfrutando de los aliños y de la tortilla de patatas. Los vestuarios de por detrás, y en los mostradores los bañadores que se alquilaban. El olor de los eucaliptos. El tren despacioso de los asientos de láminas de madera…
Aquellos paseos con mi padre a lo largo de la avenida de Francisco Montenegro montados en la “BH” negra, tan felices y canturreando don Jesús a pleno pulmón “Mi Buenos Aires querido”.