Uno, que tiene que soportar el ruido y la furia del trajín diario en la gran urbe, el ir y venir de un lado a otro en busca del sustento necesario, el caos mareante del tráfico ensordecedor, parece otra persona, se siente más a gusto, más a sus anchas, cuando llega -en el inicio de sus vacaciones – a una determinada población rural mínimamente representada en los mapas, y desprovista de esos ruidos e inquietudes a las que uno acaba resignándose el resto del año, para pasar unos días de asueto, y poder llegar a compartir, siquiera en parte, la vida tranquila y retirada de sus gentes.
Siguiendo por la Vía de la Plata, según se viene por el noroeste peninsular, y entrando en Extremadura, se alcanza una pequeña aldea enclavada en el extremo sur de la provincia de Badajoz, que reúne y cumple los requisitos precisos para bien poder hablar de lugar de descanso, y de ocio en los días del agobiante verano.
Es Rubiales pedanía del municipio de Higuera de Llerena, distante ocho kilómetros. La forman un conjunto de cortijos encalados y adosados unos a otros, además de lo que fue una escuela hace bastantes años, y ahora abandonada,y una encantadora ermita conteniendo la figura representativa de San Isidro, su santo patrón, quedando la localidad limitada por extensas llanuras de campo por sus cuatro costados, aldea en la que siempre se suceden los mismos acontecimientos, o por decirlo más llanamente, donde nunca pasa nada digno de mención, de sobresaltos, sino es la noticia, de tanto en tanto, del fallecimiento de algún conocido, vecino de uno de los pueblos circundantes.
Y, es, esto precisamente, su devenir cotidiano, su buen obrar, y su resuelta monotonía, lo que le imprime el sello de residencia idónea para todo aquel que nada más viene buscando unos días de paz y de relajación, de meditación y de saneamiento del espíritu, amén de tener la oportunidad de probar buen vino de la tierra y mejor jamón. No se pretenda encontrar tiendas, locales de entretenimiento, o un bar en el que poder tomar unas copas con un grupo de amigos, ni poder admirar bellos monumentos cargados de historia, sino – como digo – hallar en esencia el sosiego y la templanza, la fortuna y la posibilidad de apreciar la naturaleza en cualquiera de sus manifestaciones.
Muy de mañana – principiando el mes de agosto – apenas empieza a clarear y la primera luz del alba se va haciendo presente en las estancias en silencio de la casa, y sus ocupantes continúan calentando el lecho, el viajero-aún no hecho al lugar – y sin esperar el desayuno, sale al exterior – con el sol asomando por el este a través de las últimas brumas de la aurora – y respirando profundamente, sube hasta el huerto sembrado de olivos y árboles frutales, de verduras y hortalizas, y sintiéndose libre y pleno de entusiasmo, alza la vista y se queda mirando con fijeza la bóveda celeste, como tratando de desenmascarar el rostro abotargado de las nubes.
El caso es que nada más flotan en el cielo rastrojos de nubes deshilachadas, apenas rastros últimos que van cogiendo un tinte más luminoso, más diáfano, a medida que el sol está más alto, más en su punto, como deslumbrantes perlas marinas. De la tierra, todavía algo húmeda por las cuatro gotas caídas durante la pasada noche, sube un olor a fresco, a agua de manantial, a fruta madura, que reconforta y levanta el ánimo del viajero. Despué, puede oírses de tomar asiento en el saliente de piedra que ofrece el huerto murado, vuelve a elevar la mirada: ya no hay ni rastro de nubes.
Un cielo completamente azul, vacío, como el espejo del mar, se despliega y resplandece igual que la imponente superficie de un océano, y un sol de plomo abrasa, inclemente, la faz soporífera del campo y las conciencias de los hombres. De este modo, en suspenso, sin hacer nada en particular, ni pensar en nada – sabiéndose lo afortunado que es uno en estos momentos que la naturaleza tiene a bien conceder – proseguirá el viajero durante un rato, dejando pasar los minutos, no mirando ni escuchando el tic-tac de su reloj, creyéndose estar formando parte de un placentero sueño. El zumbido repentino de un moscardón le hace salir del estado de encantamiento, abrir los ojos, y recibir – como una blanda caricia – el soplo tibio de la brisa mañanera en su semblante. Una bandada de gorriones salta, corre, con su trino alegre en el ancho y solitario huerto.
Ya alta la mañana puede oírse el ruido grave y metálico de los cencerros de la piara de ovejas que el pastor, con su veterana maestría, ha reunido en la dehesa, acompañado del perro guardián y bajo un sol de fuego. El viajero, resueltamente dichoso por haber descubierto lugar tan privilegiado, se ha venido hasta la linde del campo ancho y desierto, yermo y reseco por la extenuante sequía que se viene padeciendo desde hace muchos meses. Y, ante tal contemplación, se nota extrañamente solidario con las escasas gentes que habitan Rubiales, como si ya hubiese estado allí anteriormente, como si este vetusto paisaje que le rodea formara parte de su propia vida. Y, cabría pensar – como de buen seguro habrá hecho el viajero – ¿no es ésta la tierra en que han nacido y han crecido las grandes voluntades de aventureros, navegantes, y conquistadores?. Y, así, sin prisa, año tras año, sol a sol, se va el campesino haciendo a la tierra, atándose a ella.
Estos días que corren del mes de agosto y que el viajero pretende pasar en este rincón pacense, noble, vetusto, y acogedor, son días, según se mire, marcados íntimamente por un cierto estado de melancolía, sin saber a ciencia cierta el por qué, si bien, ya dejó dicho Amiel que el paisaje es un estado del alma.
El viajero, lenta, pausadamente, va recorriendo los viejos y contados rincones de Rubiales, se para a contemplar sus cortijos bajos, anchos, y blancos. De tarde en tarde, ese mismo pastor que hace un rato atisbó a cierta distancia con sus ovejas, cruza, cauteloso, con la tez bronceada, y tocado con un sombrero ceniciento de ala ancha, hasta perderse lentamente en la lejanía. No se aprecian movimientos, ni estrépitos, … todo está en soterrado reposo, como en otro mundo. El sol, implacable, reverbera en lo blanco de las paredes, mientras las puertas y ventanas permanecen cerradas, y allá, en la lejanía, la línea remota del horizonte se funde con la inmensa planicie azul del cielo.
Al cobijo de la sombra que depara uno de los árboles a la entrada de la aldea, el viajero se siente dichoso y acompañado, sin escuchar más ruidos que los ruidos del mundo, ni aspirar más aromas que las hondas y fluyentes aromas de esta tierra extremeña, el pan que se tuesta, el cálido olor de la verdura borbollando en la olla, el aire fresco con las primeras luces de la aurora, … el de la flor que brota coronada por las gotitas de rocío, al tiempo que se para a pensar en el sentido que tiene el paisaje y su influencia en los espíritus más dotados, en estos pueblecitos insulsos y a la vez tan representativos de la vida anónima de sus gentes en el discurrir de los siglos, y que tan pulcramente han quedado retratados en la memoria de los clásicos castellanos. Es por lo mismo, que el viajero gusta siempre llevar consigo obras, tales como, la Celestina o el Lazarillo, de cuya lectura se evocan momentos, lugares y pueblos vetustos de la península ibérica, y que en nuestros días parecen continuar con los mismos hábitos y costumbres de entonces.
Entre esos rincones alejados del tumulto ciudadano, entre esos numerosos pueblecitos repartidos a todo lo largoy ancho del territorio peninsular, y que bien podrían corresponder a los retratados con tanto primor y delicadeza en las páginas de la literatura castellana, debe señalarse esta tranquila aldea en la que el viajero ha dado principio a unos merecidos días de descanso.
Acalorado y sediento, el viajero retorna al viejo cortijo encalmado a compartir el almuerzo con quienes lo han acogido desde su llegada. Fuera, todo está solitario, desierto, y los minutos discurren lentos, a la vez que el llano – bajo un espléndido manto de cielo azul – se ofrece inmenso, desmantelado, infinito, allá en lontananza. Con la llegada del crepúsculo y las primeras sombras, suenan graves los cencerros del ganado, que como siempre día tras día, vuelve a su retiro. El cielo se va cubriendo de lucecitas mortecinas, y por el aire se esparce un vago olor a sarmientos quemados. Se va implantando el silencio más profundo, tan solo quebrado por el furor acostumbrado de los grillos, y los ladridos de algún perro inquieto en el corral.
Amanecerá otro día, otra mañana de sol espléndido, y en Rubiales nada habrá cambiado, y el viajero, con el ánimo subido, volverá a llegarse hasta el huerto, volverá a respirar profundamente la fragancia vegetal transportada por la brisa ligera y tibia, tomará asiento bajo la hospitalaria sombra del moral, abrirá el libro que se ha traído, y se sumergerá por un rato en la sana lectura de los clásico.
José Luis Alós Ribera