Vaya por delante que no entiendo de flamenco, ni siquiera de danza en general.
Vaya por delante que esto no es un análisis crítico del espectáculo, sino la transmisión de los sentimientos que me provocaron los artistas que ayer, sobre el escenario, hicieron delicias durante más de hora y media.
Vaya por delante que aboné mi entrada y no escribo en pago de nada. Cambio de tercio es, para mí, una fiesta, una celebración, un gozo.
En este espectáculo se unen en cópula perfecta la música, el cante y, por supuesto, el baile. Pero no es un espectáculo hecho para resultar épico, para «impresionar» al espectador con abismos insondables o claroscuros terribles. Es un conjunto de números que se acercan a quien observa para hacerle partícipe de una celebración perfecta y alegre, donde caben el humor, los guiños y unos maravillosos ritmos marcados por los tacones, las castañuelas, las palmas o la caja.
No hablaré de nombres propios, pero los merecen: las cantaoras tienen la voz que se mete por todos los poros de cuerpo y culebrea, electrizando el escenario. Vale un «¡ole ahí!» (sin acento el ole porque lo pronuncian en la o), para que la alegría empiece a soltar chispas. Las guitarras son un acompañamiento perfecto, sin protagonismos injustificados.
El violín… ¡oh, el violín! Este instrumento hace delicias zíngaras en el espectáculo y trae orígenes gitanos con sabor a otros tiempos y otras músicas en ambientes fríos y oscuros. Tiene el violinista un momento que pone los pelos de punta, ayudado por una iluminación que va de lo tenue a lo claro (el juego de luces durante todo el espectáculo es impecable), y por una bailarina que, con todas las flores rojas en relieve, en la cola de su vestido, es un baile de pasión ensangrentada, lenta, insinuante hasta que cuela la mitad de su cuerpo entre los brazos del violinista que sigue tocando.
Las bailarinas hacen su papel con solvencia, y se queda en la retina el juego de energía y dinamismo con los mantones.
Y por último Rojas y Rodríguez. Pero antes de hablar de cada uno de ellos diré que ya el comienzo de Cambio de tercio es hermoso e intimista, con un escenario en negro en el que terminan los dos bailarines de vestirse, como si se levantaran al alba, preparándose para una nueva jornada de “rejoneo” con sus tacones.
Rojas, cada vez que sonríe… sube el pan. Es su sonrisa amplia, clara, un torrente de alegría que deslumbra. Y su cuerpo, rotundo, firme, transmite con sus piernas terremotos cada vez que despliegan su fuerza y nos regalan la potencia de sus taconeos/zapateos. Las ondas perfectas toman lecciones del maestro cuando cimbrea su cuerpo para no perder el derecho al nombre y al calificativo.
Rodríguez, con su figura equilibrada y sus movimientos dulces pero enérgicos, con sus giros maravillosos, imprime finura… se mueve por el escenario con la soltura con que los delfines atraviesan las olas: es su medio natural. Cuando, al girar, su sudor sale disparado queda el suelo bendito de arte y elegancia.
Estos artistas, todos, nos “invitan” a una fiesta en un gran patio andaluz, donde se hace de noche y de día, donde la emoción vibra y la alegría fluye y se transmite al patio de butacas que aplaude en cada ocasión que encuentra para pagar esta belleza de la dicha de vivir y cantar y bailar.
Cambio de tercio podrá verse en el Teatro de la Latina, en Madrid, hasta el 5 de junio.