Tres rosas blancas y una botella de coñac francés a medio beber. Es la ofrenda que cada 19 de enero y desde 1949 un ser misterioso, embozado y con sombrero, deposita en la tumba de Edgar Allan Poe al cumplirse el aniversario de su nacimiento. De madrugada, cuando las sombras que proyectan los tétricos robles del cementerio de Baltimore forman indescriptibles figuras, la silueta de este extraño personaje se recorta por entre las ramas. Y en un alarde de estoicismo el personaje se desliza –que más que caminar parece que flota sobre la arcilla del camposanto- hacia el túmulo en donde yacen los restos del escritor, de Virginia Clemm, su esposa, y de su tía María Clemm, colocando con extremada delicadeza en la fría losa tres rosas blancas y una botella de coñac medio vacía. Luego, se vuelve y desaparece sigilosamente en el laberíntico paisaje de claroscuros y sepulturas.
El hecho no puede ser más emotivo. Y posee, además, el clima adecuado que casa a la perfección con el mundo que se relata en las historias del poeta. Que ni el mismo director del Museo Poe, Jeff Jerome, quiere interferir en este acto tan íntimo y repleto de sugerencias. Pues, en 1983 decidió esperar la visita del personaje escondido en el interior de la iglesia de Westminster, desde donde se divisa la tumba. Al cabo de varias horas lo vio surgir de la obscuridad: “me sentí tentado de acercarme y de ver su rostro, pero pensé que sería mucho mejor seguir ignorando su identidad para así mantener vivo el misterio”. Y de esta manera piensan y se comportan las cerca de 500 personas que vienen congregándose en la citada iglesia desde los últimos años. Sin duda, un suceso curioso y cargado de sensibilidad protagonizado por alguien que admira al poeta más allá de su obra.
Edgar Allan Poe vino al mundo en Boston (EE.UU) el 19 de enero de 1809. Sus padres, cómicos ambulantes, pronto lo dejarían huérfano. Y así, a los dos años fue recogido por Hohn Allan, un tío suyo que vivía en Virginia. De mayor ingresa en la Universidad, de donde fue expulsado por su especial carácter. Su primer volumen de poesías se tituló Tamorlán. Pasó dos años en el ejército. Publicó un segundo libro de poemas, El Aaraaf. Y a raíz de su expulsión de la Academia Militar de West Point se lanzó a una vertiginosa y genial carrera literaria. Dirigió diferentes revistas. Fue director del Soothern Literary Mesenger. Poco a poco salían a la luz sus Narraciones extraordinarias, que le dieron una destacada reputación hasta alcanzar la fama con su obra El cuervo en 1845. Pero a partir de aquí se agudizan sus depresiones, que le arrastran hacia el alcohol y las drogas y le agravan su melancolía llevándolo mismo al borde del suicidio.
Se casó con una prima suya más joven que él, Virginia Clemm, en 1835. Pero no lograron ser felices. La bebida y el uso de drogas se acrecientan de tal manera que le hacen rozar la locura. Hundido en la miseria tuvo que asumir la muerte de su mujer en 1847. Desolado y abatido, intentando acabar su obra Eureka, siguió buscando fuerzas en el alcohol y las drogas. Cuando había decidido casarse por segunda vez, y después de celebrarlo, fue encontrado moribundo en una de las calles de Baltimore. Cuatro días después, el 7 de octubre de 1849, moría de “delirium tremens”. Un afamado comentarista de su obra, M. Mannent, dijo: “Con el material de su infierno creó un puñado de obras maestras”.
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