Sadístico, esperpéntico e incluso metafísico. Terenci Moix. Berenice. 2011.
«El Mal le golpeó en un sentido muy distinto, le marcó con una señal más permanente que el diminuto pánico de los niños que se asustan ante el obsequio sospechoso de una religión convertida en un saco de amenazas».
Página 41.
«La literatura de las putas también le servía de afrodisíaco».
Página 68.
«Al adelgazar, el niño Manelet se creó un estilo, que Joan Manuel había de llevar a su culminación, añadiéndole los atributos naturales de ambigÁ¼edad unisex que la década de los sesenta exigía a sus símbolos eróticos. Pero, delgado y con las carnes duras, ya no despertó más el chismorreo de aquellos que consideraban sinónimos de belleza infantil a los nios que parecían más bien un queso de bola».
Página 83.
«También está el caso del bello muchacho Jacinto, un príncipe espartano del cual se enamoraron el poeta Thamyris (el primer hombre que deseó a alguien de su propio sexo) y el mismo Apolo…».
Página 190.
«Y ahora la tiniebla había podido más que Canalazzo. Las naves inmensas del fortín, de una tenebrosidad que entumecía los sentidos, les remitían a un mundo de brutalidad y provocaban espanto al recordar que databa de un Renacimiento que había deparado, en la Serenísima, obras maestras del arte urbano más culto y delicado mientras, en Creta, se imponía la tiranía».
Página 193.
Sigue apareciendo material moixiano para gran felicidad de todos sus lectores, y en general de los lectores exigentes. Después de Besaré tu cadáver y Han matado a una rubia, aquellas dos famosas novelas policíacas de los comienzos del autor, nos llega este Sadístico, esperpéntico e incluso metafísico, que había sido olvidado a pesar de haber sido galardonado en 1976 con el premio Joan Estelrich, pero que Moix nunca llegó a traducir de su catalán original. Y, como señala su traductor -Juan Bonilla- es sin duda Terenci «en estado puro». Se encuentran aquí las obsesiones que marcaron la mayor parte de la obra del escritor catalán «nacido en Alejandría»: resuenan ecos de Nuestro virgen de los mártires, El sexo de los ángeles, Mundo Macho, e incluso de su inacabada biografía (El peso de la paja) o de El día que murió Marilyn.
El protagonista es un hombre joven, que siente esa gran soledad que tan bien describió Moix, ese rechazo del mundo y la bondad como nos la han contado (ver su cuento El demonio). Se trata de un hombre homosexual que se niega a aceptar o cuando menos a materializar su sexualidad, por miedo, por miedo a limitarse, por miedo a compartirse, por miedo a aceptar la humanidad del compañero, por miedo a aceptar la propia humanidad. Como contrapartida, como peso en el otro lado de la balanza, Canalazzo, el joven veneciano que lo acompaña durante su estancia en Italia, y que asume y disfruta plenamente de su orientación sexual, y que, además, encuentra su felicidad cuando, rodeado de las piedras del mundo griego, llama al glorioso pasado al presente, y encuentra explicación y aceptación a su forma de entender el cuerpo y el deseo.
En su día, como algunos personajes de El día que murió Marilyn, supongo que tanto el protagonista, como Canalazzo, o los contenidos en su colección de relatos La torre de los vicios capitales, podrían levantar ampollas en la sociedad barcelonesa “biempensante”. Sin duda han perdido gran parte de su carga escandalizadora con el paso del tiempo por su condición de homosexuales, pero es el estilo de Moix y su eterna relación con la condena humana de la soledad lo que los sigue convirtiendo en subversivos, terribles, difíciles de digerir, absolutamente brutales y sádicos (o sadísticos, como el título del libro indica). Es esa incapacidad por identificarse con el mundo y aceptarlo, por sentirse parte de él y compartir el sentimiento lo que los destruye y los identifica. Están solos, solos con sus obsesiones: las ruinas, el arte, el teatro y la voz del mito (imposible no pensar en la gran Nuria Espert leyendo algunos párrafos memorables del libro). Están solos con sus mitos, con sus revistas de culturistas, con su sublimación de los mártires cristianos y sus carnes desnudas, realización máxima de una sexualidad enfermiza que llega a adorar esos cuerpos castigados como única forma de realización.
Es esa forma de escribir de Terenci, que convierte sus memorias en una pieza única, que mezcla la reflexión interior con la acción siempre a punto de realizarse pero siempre finalmente frustrada, lo que sin duda hace de su obra una cima del arte literario. Es ese entregarse de forma absoluta a sus obsesiones: la belleza masculina, la falta de realización, el arte, las ruinas –dentro de lo que, sin duda hemos de enmarcar Egipto aunque no se mencione de manera expresa en este Sadístico…-, lo que lo condena a la más absoluta y desoladora de las soledades. La soledad es su compañera única e indivisible, a la que entrega su vida y su narrativa una y otra vez. NO es el sexo o su homosexualidad, como podrían pensar muchos cuando leen sus diversos libros, no es su capacidad para escandalizar, ni su baúl inmenso de cultura, cien, mil, cien mil veces mayor que el de la Piquer. Es, sin duda alguna, la soledad a la que le aboca su honesta dejación en manos de todas esas pasiones, la aceptación de su naturaleza más profunda.
Por eso, aunque el libro sea la historia de un esperpento; aunque el protagonista aparezca ante nuestros ojos como un sádico que pega o apaga cigarrillos en el cuerpo de su compañero; es metafísico la palabra clave del título. Porque es ontológico, es la realidad misma de su esencia, de su ser, lo que marca la novela y la lleva a su máxima potencia.
La novela, delicia pura para quienes disfrutamos del universo Moix, es una obra singular, valiente, decidida, auténtica, profunda y llena de sentido ontológico. Una pieza imprescindible en la biblioteca de cualquier lector que se precie de serlo.
La traducción un acierto pues es capaz de hacer recordar al propio Terenci, sus giros y expresiones en castellano de forma general. Todo un logro de enormes proporciones.