Mientras miraba el mapa de América, Saîd lanzó un dilatado suspiro. Lo habÃa recortado en una revista de viajes de una peluquerÃa del Boulevard Anessens. Enseguida volvió a pegarlo con un imán sobre la nevera. Luego puso su dedo Ãndice sobre el punto donde estaba Chicago. Abrió la puerta de metal de la nevera para ver si hallaba algo de comer. Sólo encontró un poco de humus, atestado de moho. Mientras tanto, Hârûn tenÃa la mirada puesta en el televisor. Saîd no podÃa saber en dónde estaba su padre. «Asà es la enfermedad —pensó—, un remplazo de uno mismo por uno mismo». Visto de espaldas, su padre emanaba un insólito sentimiento de soledad. De seguir las cosas asÃ, en poco tiempo Saîd terminarÃa siendo un anciano también. El sonido del televisor estaba demasiado alto. Un canal francés transmitÃa imágenes de multitudes de jóvenes destruyendo monumentos, bustos y banderas en Libia.
A Saîd le gustaba mirar escenas televisadas de la guerra, sobre todo en Medio Oriente. Pero no porque tuviese un espÃritu bélico, sino porque le gustaba contemplar la belleza de los paisajes montañosos donde sucedÃan esas guerras.
−¿Qué está pasando ah� −preguntó Hârûn.
−Quieren derrocar a Gadafi –respondió Saîd y, enseguida, apagó el televisor, regresando el espacio al mutismo de antes.
−¿A quién quieren derrocar?
−Papá, ¿te acuerdas que vamos a salir de viaje?
−¿De viaje? ¿Adónde vamos?
−A pasar un dÃa libre, tú y yo; solos.
−¿Qué hoy no trabajas? ¿Qué dÃa es?
−No, papá, hoy no trabajo. Hoy es sábado.
En realidad, Saîd tenÃa dos años sin trabajar, se lo habÃa repetido a Hârûn casi todos los dÃas, desde lo habÃan despedido.
−¿Vamos a ir al alminar?
−No, papá, tú no has ido a un alminar en muchos años.
−Entonces, ¿dónde vamos a orar? ¿En la mezquita?
−Tú también dejaste de orar hace algún tiempo.
−Eso no es posible –respondió Hârûn, contrariado.
Saîd puso una bolsa con pañales, dos frazadas, calcetines, un sombrero, un pequeño paraguas y el Corán, dentro de la maleta de Hârûn. Después, le echó encima un grueso jersey y una bufanda. El abrigo lo llevarÃa en la mano.
−¿Y todo esto para qué? –preguntó Hârûn−. Ni siquiera hace tanto frÃo. ¿En qué estación del año estamos?
−En otoño.
−¿Otoño?
Saîd recordó el calendario que le habÃan regalado en aquel restaurante chino. TenÃa algunas imágenes otoñales. Le habló despacio, moviendo muy grande la boca. Y le mostró una imagen que incorporaba un lugar común del otoño, miles de veces representado en todo el mundo. Hârûn asintió y esbozó una timorata sonrisa. Saîd no lo habÃa visto sonreÃr de esa manera desde hacÃa mucho tiempo.
Cuando terminó de hablar, le descubrió un bulto en los pantalones.
−¿Qué tienes ahÃ, papá?
Hârûn se atemorizó y, por un instante, Saîd temió que se pusiera agresivo.
−¡Ponte de pie, papá!
Al desabrocharle los pantalones le encontró un montón de envolturas de comida y servilletas sucias dentro. Revisó debajo del cojÃn del sillón, donde estaba sentado Hârûn. También estaba lleno de basura. Saîd echó todo en el bote. Cogió el dinero que habÃa guardado dentro de una vasija de cerámica, y algunas viejas fotografÃas, donde aparecÃan su madre, su hermano Gassane y Saîd, cuando eran niños; Su padre habÃa roto las imágenes donde salÃa Ipek. Colocó todo dentro del abrigo de su padre.
De último momento habÃa vacilado en hacer aquel viaje, pero todavÃa percibÃa el tufo que Hârûn habÃa dejado la semana pasada, tras defecar en la alfombra.
En el corredor se encontraron con una vecina. Ella le dijo a Saîd que habÃa encontrado a su padre, exánime como un espectro, en la en la madrugada, en pijama y a mitad del corredor.
−¡Me llevé un susto! –dijo.
Saîd no dijo nada, sólo pensó en el sobresalto que él se llevarÃa también si viera a la vecina, a esas mismas horas, envuelta en la penumbra, con el velo negro que llevaba puesto en la cabeza.
Entraron en un local de pitas. Pero Saîd no logró que su padre comiera. Hârûn no quiso hablar más.
−¿Quieres hablarme de Estambul, papá? De Es-tam-bul, le repitió más despacio.
−¿Adónde vamos? Quiero ir a casa –dijo Hârûn.
−Vamos a visitar a Ipek.
−¿A quién?
−A Ipek, tu hija.
−Ah, sÃ, a mi Ipek, mi bella flor. Pero, ¿es que hoy no trabajas?
−No, papá, hoy es sábado.
Desde que empezara a actuar de manera tan estrambótica, Ipek habÃa vuelto a cobrar un lugar importante en la mente de Hârûn.
Subieron al tranvÃa en Lemmonier, descendieron cerca de Les Marolles y, maleta en mano, entraron en un café. Saîd contó el dinero que le quedaba y pensó que tendrÃa que cuidarlo. El dinero del paro se habÃa terminado, ya no recibirÃa más. Era ahora o nunca.
Con lo que quedaba no podrÃan comer los dos.
Ordenó dos cafés turcos y dos baklavas.
−Papá, ¿por qué no me hablas de Estambul?
Hârûn se habÃa ido otra vez, aunque su cuerpo siguiera ahÃ. La ausencia estaba en su mirada, hueca, diáfana, vacÃa de todo contenido.
En ese mismo café Hârûn les habÃa hablado decenas de veces a sus dos hijos de la hermosa Estambul. De la primavera descendiendo bruscamente sobre la ciudad; de los dÃas soleados y de las repentinas e inexplicables lluvias torrenciales; o de la sensación de estar en oriente y occidente al mismo tiempo, algo que sólo en Turquà te podÃa suceder; del aroma de las flores de azafrán; del Ramadán, de todo eso que formaba parte de su esencia. En uno de sus paseos por el Bósforo habÃa conocido a Dhuha, la madre de Saîd.
Cuando Saîd y su hermano eran muy jóvenes, sus padres los enviaron a Bélgica, a buscar un futuro mejor. Al cabo del tiempo obtuvieron los documentos de su residencia legal. Ipek, su hermana, se habÃa casado con Jâlal y se habÃá quedado en la región de Kars, una región donde las nevadas eran muy intensas. Pero algunos años después de la boda, Jâlal la acusó de adulterio y no volvieron a saber de ella. El adulterio en TurquÃa era algo que aislaba y sumÃa en la vergüenza y la soledad a las mujeres. Sus padres no la habÃan vuelto a buscar. Hârûn prohibió que se hablara de ella en casa. Saîd habÃa soñado muchas veces con viajar a TurquÃa para verla. La extrañaba y le dolÃá recordarla. Mucho tiempo después, llegaron Dhuha y Hârûn a Bélgica, pero no consiguieron legalizar su situación migratoria.
Pasaron muchos años en ese paÃs europeo. Dhuha habÃa muerto hacÃa cuatro años y, a partir de entonces, Hârûmse habÃá ido para abajo con mayor rapidez. Entonces, Gassane se fue a América, donde ahora trabajaba como DJ en el Bar Ahab, en Chicago, un café lounge, muy exclusivo, donde mezclaba música. A Gassane le gustaban DJ Zoru, DJ Müzik y DJ Dream, querÃa llegar a ser como ellos. Saîd y Gassane se hablaban por teléfono una vez a la semana.
Las cosas que le decÃa de la windy city, a Saîd le parecÃan fantásticas. Gassan y Saîd habÃan crecido en un mundo libre, en una cultura cosmopolita, a pesar de haber heredado la tradición de sus padres.
Gassane vivÃa con una mujer americana, una mujer rubia y anodina, de alguna pequeña ciudad de Illinois. Sherryl, se llamaba.
Enseguida, Saîd extrajo de la maleta de su padre el Corán, le dio un trago a su café y leyó un párrafo a Hârûn. Eligió la parte del libro sagrado que habla del «Hüzün» o la «amargura». Pero mientras le leÃa, podÃa ver que su padre no estaba. ParecÃa no percatarse de que él estaba ahÃ.
Era como estar en presencia de la ausencia.
Hârûn parecÃa tranquilo y en sus facciones no se percibÃa ningún rastro de sufrimiento.
Al salir del metro Art Loi, Hârûn se negó a continuar caminando. Saîd le pasó el brazo por detrás y lo ayudó a desplazarse.
−Anda, papá, anda. ¿Es que no sabes adónde vamos?
Hârûn se detuvo y lo miró, intrigado.
−¿Adónde?
−A Estambul, papá. A la bella Estambul.
A Hârûn le brillaron los profundos ojos grises.
Pero en TurquÃa no quedaba nadie. Ni familia ni amigos; los habÃan perdido a todos.
Cuando cruzaron las puertas de los Jardines Reales ya pasaba del medio dÃa. Caminaron por uno de los senderos de la periferia, hasta que pudieron ver las doradas puntas de lanza que sobresalÃan del enrejado de la rue Royale.
−AquÃ, papá; aquÃ. Vamos a descansar un poco en este banco.
Se sentaron. Saîd colocó la maleta de Hârûn entre los dos. Sólo entonces recordó que era la misma maleta vieja y raÃda con la que sus padres habÃan llegado al paÃs, muchos años atrás. Hârûn y Dhuha nunca aprendieron a hablar francés, como él y Gassane, que lo hablaban con fluidez. En todos esos años, Hârûn casi nunca habÃa salido del Quartier Midi, donde fue empleado de algunos comercios de amigos árabes que hizo en los cafés, esos cafés donde se puede beber café o té de manzana y se puede fumar narguile. Locales donde es raro ver a una sentada en alguna de las mesas. Con Dhuha iba a orar cada semana a la mezquita de la rue de la Buanderie. Saîd y Gassane fueron a la escuela, luego trabajaron como en la construcción. Hasta que Gassane encontró trabajo de portero y camorrista en los bares de Mont des Arts, donde aprendió a mezclar música house.
Cuando llegaron al parque, Saîd miró hacia arriba. «El cielo cae sobre nosotros —pensó—, al menos no creo que vaya a llover». Sentó a su padre en una banca y se sentó junto a él.
−¡Karpuz! −dijo Hârûn, inesperadamente.
Para saber qué es lo que está pensando… se dijo Saîd. Tal vez a su padre sólo se le habÃa antojado comer una sandÃa.
Saîd miró en derredor. El lugar estaba vacÃo. Esperó a que pasaran algunas personas que corrÃan con ropa deportiva. Se puso de pie y se colocó un gorro negro de tela, tipo rapero, con un escudo de los Raiders, enfrente. Se encorvó para estar casi a la altura del rostro de Hârûn. Le tomó la cara con las dos manos y le acarició la vieja piel del rostro. Lo miró a los ojos claros. Luego tomó sus manos rollizas y envejecidas. Las acarició y las soltó. «Te quiero, papá —le dijo, sintiendo cada palabra—. Te quiero», repitió.
Mientras Saîd se alejaba por Art Loi trataba de no pensar. De no pensar en nada. Se concentraba sólo en el suelo y en seguir caminando. O en pensar en ese futuro que le esperaba en la maravillosa ciudad de Chicago.
Algunas veces iba por la calle, y otras, subÃa a la acera, dando pequeños brincos.