Cuando uno se pone a escuchar cualquier tema cantado por Sarah Vaughan, se le ocurre estar viviendo una peli de esas bien retro que comienza con un joven sentado en un café, cigarrillo en boca, tacita de solo en mano. La canción termina como empezara y no importa que hubiesen pasado tres minutos quince, la historia abarca como dos décadas; lo único que cambia es el color de pelo del joven: en el último segundo se adivina que ya es blanco.
Creo que es por eso que la apodaban Sassy, aunque también le cupo el sobrenombre de La Divina. Antes de cumplir los veinte, ya era conocida en los night clubs de Newark además del coro de la iglesia bautista de la calle Thomas.
Un día se animó a cruzar el Hudson para escuchar a las Big Bands que tocaban en Harlem. Cantó en un concurso para amateurs en el Teatro Apolo y el primer premio de diez dólares le sirvió para una salida nocturna a todo trapo. La segunda parte del premio, una semana de actuación en el Apollo se hizo esperar casi un año: sería la telonera de la Ella.
Billy Eckstine la recomendó a Earl Hines, y el 4 de abril del cuarenta y tres Hines reemplazó a su vocalista con la Vaughan. La Sarah se formó en la incubadora del bebop, cuando la orquesta del Fatha contaba con el Dizzy, con el saxo tenor del Bird —todavía no era famoso con el saxo alto— y con el trombón de Bennie Green. Después, haciendo honor a su sobrenombre —insolente— decidió ser parte del nuevo grupo de Eckstine y perfeccionar todo lo que le faltaba, que era experiencia, porque su voz sonaba como la de un coro de hadas. Con el Dizzy y el Bird grabó Lover Man; desde esa canción comenzó a recibir invitaciones de diferentes sellos musicales que la tuvieron ocupada hasta bien entrado el periodo de la post guerra.
El trompetista George Treadwell se convirtió en su marido y manager en el cuarenta y seis, habiéndola transformado en la diva divina que todos conocieron después, esa que en el cincuenta grababa con Miles Davis y Benny Green los mejores temas de su carrera. El Carnegie Hall la recibió junto a la orquesta de Count Basie en el otoño del ’54; con ella estaba la Billie, el Bird, el Les y el Modern Jazz Quartet.
Con la misma insolencia con que cantaba, manejaba su vida amorosa. Se divorció de Treadwell y se casó con un vividor de nombre Clyde Atkins. Cuando él le costó como ciento cincuenta mil dólares y una casa por su afición al juego, lo dejó por Pumpkin Golden Jr. ¿Qué le quedaba por hacer, en una época en la que el gusto musical colectivo dejó a los artistas de jazz con públicos encogidos y material absurdamente comercial? La Divina hizo lo que haría antes que ella, aunque por motivos completamente diferentes, la Norma Jean Baker: cantó para su presidente.
Aburrida, se deshizo de Golden y se hizo de Marshall Fisher. A la Divina le gustaban los hombres que jugaban un doble papel en su vida: se la administraban a la par que le suministraban amor. Marshall a cuestas, Sass hizo renacer su carrera al punto de hallar una nueva canción – sello con la ayuda de Michel Legrand: Send In The Clowns. Y después ¿qué? Nada, que cantó para otros dos presidentes, Gerald Ford y Valéry Giscard d’Estaing.
Acto seguido, se deshizo de Marshall y se casó con Waymond Reed, trompetista de oficio, dieciséis años más chico que ella. Después de que un cineasta muy joven, Tom Guy, filmara un documental sobre Vaughan —Listen to the sun— cuya distribución se limitó a los afortunados residentes de New Jersey, la Divina se divorció de Reed.
No le faltaron los maridos, menos todavía esa voz que en un tiempo alcanzó tintes de barítono femenino además de los altos de las mezzo sopranos. A diferencia de sus contemporáneas, la Sass sigue influenciando a gente nueva; una de ellas es Amy Winehouse. La plaqueta conmemorativa que le pusieron en la Calle 52, en el exterior del edificio de la CBS, brilla siempre. Si uno se para allí un rato largo capaz que escucha el sol, o la voz de la Divina que viene a ser lo mismo.