El mundo femenino es tan complejo que hasta parece sencillo a veces su análisis. Al examinar desde el presente los enormes logros sociales de la mujer en el último siglo, este observador se apabulla un poco. Todos vemos hoy con normalidad que sus nombres figuren por derecho en los cuadros de las más prestigiosas instituciones culturales, y advertimos como algo natural y de justicia que se listen sus apellidos en los cuerpos docentes de las universidades, entre los miembros de ateneos, fundaciones, asociaciones y cualquiera otra entidad de carácter cultural o intelectual. Pero lo cierto es que el binomio mujer y cultura ha sido polémico y conflictivo hasta el siglo pasado. La mujer tenía vetada la actividad cultural de elite, que era –sin discusión- una cuestión de varones.
La mujer ha ido penetrando en algunas parcelas con mayor facilidad que en otras, en especial desde mediados del siglo XIX. Por ejemplo en el campo docente. Resulta curioso analizar la idea que de la mujer se tenía en la sociedad decimonónica. Lo femenino era contemplado, en el mejor de los casos, como sinónimo de lo delicado, de lo sutil, de lo bello y también de lo necio. Ser mujer parecía sinónimo de ser menor de edad o, lo que es peor, inferior en potencialidades intelectuales. Hablar de una persona culta era, sin duda, hablar de un varón. Según la mentalidad del siglo XIX, el sitio de la mujer estaba entre fogones y puntillas. La cultura y las damas parecían condenadas a no entenderse jamás. Hasta que, poco a poco, fueron surgiendo figuras aisladas que abrieron una pequeña brecha en las fornidas murallas masculinas de la intelectualidad, haciéndose un hueco a codazos entre los más sesudos caballeros de pluma y chistera.
La Iglesia católica refuerza, con su constante prédica, la silueta de la mujer como ángel hogareño, fomentando las ideas de ejemplaridad que los sectores conservadores dibujan con nitidez para el género. Se decía que la mujer había de ser, ante todo y sobre todo, mujer. Y eso implicaba sumisión, discreción y abnegación, tres cualidades que chocan frontalmente con las actividades públicas e intelectuales.
Retrato de Carolina Caronado, una de las escritoras destacadas del panorama literario español del siglo XIX
Observando el fenómeno sin prisa, constatamos sin embargo que incluso las escritoras españolas del siglo XIX admiten en su mayoría este perfil de mujer; lo asumen, lo aceptan y lo retratan en sus obras. Se da, pues, una aparente contradicción entre el anhelo de emancipación de la mujer escritora y el papel que ofrecen a los personajes femeninos de sus novelas, que tampoco acaban de liberarse del yugo cultural masculino. Está claro que la escritora, al reconocer la realidad social de su entorno, refleja éste tal cual en sus libros. Hay, por tanto, dos tipos reales de mujeres a diferenciar: el de esa minoría especial que se sale de la norma y que se sabe excepcional; y la mujer que, ajena a las alas que ofrece la cultura, asume su papel de dueña y mantenedora del hogar, un reino donde tiene reconocido dominio a cambio de una cara servidumbre[1].
Las mujeres escritoras no hablan de emancipación, sino más bien de educación femenina, pues muchas de ellas están convencidas de que un mayor grado de instrucción hará de sus congéneres seres cada vez más libres. Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán[2] se pueden contar entre ellas.
En la España del siglo XIX, a la mujer se le ponen barreras de todo tipo, todas aparentemente naturales, para estar informada, de modo que nunca se verá capacitada para salir del círculo cerrado de la ignorancia. Se dice, a lo sumo, que a la mujer le conviene instruirse en cuestiones literarias de cierto tipo, aunque siempre sin olvidar sus tareas fundamentales. Lo que resulta evidente, cuando hablamos de la mujer española, es que se halla sumida en un retraso grave respecto a la europea. El feminismo continental se adelanta al español en décadas, quizá porque no confluyeron en el país las circunstancias favorables que se hacen patentes en la historia social de otras naciones.
A finales del siglo, el movimiento krausista y la Institución Libre de Enseñanza apoyaron los aires de renovación feminista en nuestro país, aportando una serie de apoyos a ciertos colectivos que procuraban ofrecer un mayor grado de instrucción a las féminas. Se propone incluso la igualdad de enseñanza para hombres y mujeres, pero no se avanzó de manera importante en el asunto.
Nos parece que en el XIX se ponen las bases de las auténticas reivindicaciones feministas, reclamaciones que tendrán su concreción más sonada en el continente europeo a lo largo del primer tercio del siglo XX.
Concepción Arenal, de la que tanto saben y han escrito, entre otros autores, Armiño y Lacalzada de Mateo[3], es una de las escritoras más progresistas. Lo podemos apreciar en sus trabajos La mujer del porvenir (1868) o La mujer de su casa (1913). Desde el ámbito de la medicina se pretendía demostrar que la mujer, por su menor tamaño craneal, era inferior al hombre en inteligencia. Arenal combatió estas teorías antropométricas, estimando que la mujer podía ejecutar los mismos trabajos que el hombre a excepción, en todo caso, de los que precisaban un exceso de fuerza física. Su lema se podía expresar diciendo que la mujer debía llegar hasta donde llegase su inteligencia. Algo similar defenderá igualmente Emilia Pardo Bazán.
Lo cierto es que esas mujeres pioneras, esas literatas hispanas de corpiño y faldón, no fueron comprendidas ni toleradas con buen ánimo por la sociedad que les tocó en suerte. Eran vistas como intrusas en un mundo cultural que, desde siempre, había sido patrimonio de los hombres. Se mofaron de ellas en diarios y publicaciones, y no sólo eran menospreciadas en tertulias y cenáculos, sino que a veces llegaron a sentir en sus carnes la afrenta viva del insulto público. Fueron tratadas, cuando menos, como señoras un tanto raras.
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[1] Severo Catalina escribe en torno al asunto de la mujer y su problemática. En general, los escritos masculinos del XIX tienden hacia el afianzamiento de este ideal de mujer amorosa, dulce y angelical, sin plantearse siquiera la polémica relativa a las cualidades de la mujer para el desarrollo de las artes literarias, asunto que se suscitará sobre todo en el último tercio del siglo.
[2] Emilia Pardo parece ser deudora de algunas de las ideas que el benedictino Feijoo expresa en su Defensa de la mujer, un texto de singular importancia y gran liberalidad, dado lo temprano de la fecha de composición. Se halla incluido en el Teatro crítico universal, vol. I, discurso XVI, 1765. Modernamente, el texto ha sido reeditado por la editorial Icaria en 1997.
[3] ARMIÑO, M. La emancipación de la mujer en España, Madrid, Ed. Júcar, 1984; LACALZADA DE MATEO, María José, Mentalidad y proyección social de Concepción Arenal, La Coruña, Concello de Ferrol, 1994. Se trata de un estudio serio acerca de una mujer apasionante para su época. Es una biografía atípica que tiene tanto de historia crítica como de relato de una época crucial para el pensamiento y la historia de España.