Cultura

«Sí, quiero», relato extraído de «Un Lugar llamado Fracaso»

Hoy es el día más feliz de mi vida. El sol luce en todo su esplendor, los pájaros acompañan mi devenir y mi padre, sentado junto a mí, me sonríe henchido de orgullo. Me caso y no podría ser más feliz, o sí.

Desde esta mañana siento una pesada carga en mi pecho, como un temor, como esa sensación que nos asola cuando sabemos que estamos haciendo algo equivocado, y me ha hecho dudar. Dudo de todo. Dudo de mi novio, dudo de mi vida, dudo de mi futuro, dudo de mi felicidad.

Llegamos a la iglesia y me apeo del coche con la mejor de las sonrisas. Mis amigas lloran de emoción mientras mis familiares se apresuran por entrar en la iglesia antes que yo. Dentro me espera mi novio. Un chico maravilloso, que me adora, que
me trata bien, que se compenetra conmigo, que ha estado junto a mí los últimos diez años, que no quiero. Lo sé, ahora, no lo sabía ayer, ni cuando me pidió en matrimonio, pero lo sé ahora, no le quiero. Sé que es excepcional, pero no me llena, necesito algo que él no sabe darme, y no me he dado cuenta hasta este momento.

Comenzamos a andar hacia la iglesia. Entramos y siento un escalofrío que me recorre todo el cuerpo, la corriente, me engaño. Toda mi familia en la bancada de la derecha, la de él en la de la izquierda. Todos sonriendo, todos orgullosos, todos pensando que somos la pareja perfecta. Mi padre, junto a mí, me lleva del brazo. Es su mejor momento.

Llegamos a la altura de Julio, mi novio. Está nervioso, sonríe forzado y me dice que estoy muy guapa, tú también, le digo. Nuestras miradas se cruzan pero no siento nada más que claustrofobia, estoy presa y no puedo escapar. Entonces, el cura
comienza la ceremonia.

Julio y yo somos novios por casualidad, sin que nunca hubiera surgido la pasión. Vivíamos cerca, teníamos la misma edad y las mismas aficiones, ser novios era lo fácil, supongo, así que lo fuimos. Dejamos que la inercia fuera dirigiendo nuestra
relación y el siguiente paso era, por inercia, la boda. Así que él me lo propuso y yo, por inercia, acepté. Ni siquiera lo pensé, hasta hoy, hasta este momento. ¿Qué estaba haciendo? No podía seguir con aquella farsa, no podía arruinar mi vida de aquella manera, no podía jugar con Julio de aquella manera.

¿Y mi familia? Mi padre lleva un rato llorando de emoción. Me giro y observo como mi madre está iluminada, como si una estrella se hubiera colocado justo encima de ella. Julio también tiene una luz especial, de felicidad, la que se supone que debería tener yo, pero que no tengo. Soy la única persona de la iglesia que no es feliz.

– ¡Lucía! – La susurrante voz del sacerdote me devuelve a la realidad.- Te toca responder.

– Sí, quiero.

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.