Silverio Jiménez paseaba por la calle sin nombre un día de asueto del mes de agosto sin otro afán más que escapar de la rutina diaria de su trabajo gris. Se detuvo en un quiosco de prensa para ver los titulares de los periódicos amarillos y de las revistas del corazón, su único influjo cultural regular.
Tosió un par de veces, recolocó un amago de anarquía capilar y prosiguió su caminar. En ese momento escuchó gritos que provenían de un chalet cercano. Movido por la curiosidad, que mató al gato pero que hizo crecer al ser humano, se acercó hasta que pudo comprobar la fuente de la discusión.
Sorprendido y confuso vio como María de la O y Fulanito de Tal estaban tirándose, literalmente, los trastos a la cabeza. Ni corto ni perezoso rebuscó en su bolso afeminado y sacó su móvil de última generación con el que sacó no menos de siete fotografías de la escena.
Al llegar a casa navegó en Internet y encontró el correo electrónico de varias publicaciones de esas que dicen que venden temas relacionados con el corazón pero que sólo venden morbo y no dudó en enviar las fotografías que acababa de tomar.
Pocos momentos después recibió una contestación dándole las gracias y un cheque de demasiados ceros, así como la garantía de que sus fotografías saldrían publicadas en la semana entrante.
Y así fue. El lunes, que puede ser un día en el que salgan este tipo de revistas, o no, los quioscos estaban repletos de las fotografías tomadas por Silverio Jiménez con el rimbombante titular de «María de la O y Fulanito de Tal rompen su relación».
Silverio Jiménez fue invitado a programas de postín a relatar cómo arriesgó su integridad física para poder tomar aquellas instantáneas y vio como su cuenta bancaria iba engordando cada día, satisfecho por haber dado el pelotazo de su vida.
Unos días después se conoció que la supuesta pelea no había sido más que una escena de una película que se estaba filmando en aquel chalet, con lo que la burbuja informativa sobre la riña se pinchó y Silverio Jiménez volvió al anonimato sin mayor explicación.
Silverio Jiménez se marchó a pasear de nuevo por la calle sin nombre sin otro afán que recordar sus momentos de gloria. Se detuvo en un quiosco de prensa para ver los titulares de los periódicos amarillos y de las revistas del corazón, su único influjo cultural. Entonces, tragó saliva y gritó en un silencio roto: «Juro que nunca más dejaré que la realidad me estropee una noticia.»