Podemos decir que el placer es inherente al alivio de una tensión penosa, o bien, el tránsito en la potencia de obrar de una parte del cuerpo a otra potencia mayor. Lo contrario del placer es el dolor, o la disminución de poder de alguna parte del cuerpo. Según esta definición, tanto el placer como el dolor denotan una “valoración” vital, indicando una necesidad que debe satisfacerse.
Pero aquí cabe hacerse la cuestión de si el placer tiene también (o puede tener) un valor de tipo ético. ¿Coinciden las valoraciones vitales del placer y el dolor con valoraciones éticas, de modo que todo placer sea “bueno” y todo dolor sea “malo”? Ciertamente, el ser humano en cuanto cuerpo, en cuanto ser biológico que es, busca el placer y rechaza el dolor, pero, ¿modifica en algo este determinismo natural el hecho de que el ser humano también sea “alma”, un ser consciente, creativo, que trasciende en cierto modo a la naturaleza?
Las respuestas a estas preguntas pueden permitirnos, además de saber el criterio de eticidad del placer, conocer los medios pertinentes para vivirlos en dicho marco ético. Intentemos entonces responderlas sobre la base de una somera tipología del placer.
Tipos de Placer.
En primer término debemos mencionar a los placeres más inmediatos, es decir, que son satisfechos por el contacto directo de una parte del cuerpo y el objeto exterior que le es necesario. En este rubro podemos clasificar a: el hambre, la sed, el deseo sexual y todas aquellas necesidades fisiológicas que surgen por alguna carencia o desequilibrio orgánico. Llamamos “satisfacción” a dichos placeres en cuanto la tensión inherente a ellos es aliviada.
En segundo lugar tenemos a los placeres que son el alivio de una necesidad que es cubierta a través de un medio inventado por el hombre. A estos los ubicaremos bajo la categoría de “comodidad” o del “gusto”. Ejemplos de placeres de la comodidad son: el cobijo de intemperie a través del vestido y de la vivienda, la comunicación a distancia, el transporte a través de vehículos automotores, la cura de enfermedades por medio de medicinas, etc. Estos placeres no sólo implican el alivio de una tensión fisiológica sino también de tipo psicológica.
Por otro lado tenemos también los placeres implícitos en conductas irracionales; llamémosles a ellos “placeres pasionales”. Á‰stos se caracterizan por la afectividad, es decir, que constituyen la satisfacción de necesidades más que nada de tipo psicológica (aunque muchas veces éstas se enmascaren a través de una necesidad física). El avaro, que se complace en la acumulación de dinero, o el ambicioso, que sacrifica todo de sí para complacerse por la aceptación de la gente o la “humanidad”, son ejemplos de quienes buscan placeres pasionales. En este tipo de placer, el objeto de necesidad no es un bien físico (alimento, bebida, calor, protección, etc.) o un instrumento para alcanzarlo, sino un cierto tipo de relación humana. Tiene su origen en un defecto del carácter más que en un desequilibrio físico.
Otro tipo de placer es el “estético”. Este tiene su origen en la contemplación de una obra artística. No sirve tampoco para satisfacer una necesidad fisiológica, sino de tipo psicológica o espiritual, como en los placeres pasionales. Pero, a diferencia de estos últimos, el sujeto contemplativo no encuentra en la obra su anhelado deseo egoísta, sino que es afectado por ella hacia una forma distinta de necesidad, insertada en una verdad acerca del hombre y del mundo. De este modo, el placer estético puede ser un medio para “corregir” la naturaleza irracional de los placeres pasionales.
Pero, en general, ¿en qué consiste el carácter ético de un fenómeno? ¿Puede ser ético el placer? Si es así, ¿cómo? La ética debe abogar por el desarrollo integral del individuo humano, sin que por ello deje de tenerse en cuenta que dicho individuo tiene una naturaleza social, que el hombre sólo es hombre si se desarrolla en sociedad (en caso contrario, sería una bestia o un dios, según Aristóteles). Por esto, lo ético es aquel acto o hecho que se orienta hacia un bien tanto personal como social, sin permitir una disyuntiva entre estos últimos términos. Si nos quedamos sólo con el bien individual, deja de ser ético ese acto o hecho, y se vuelve un mero capricho. Y si sólo se atiende a su valor social también deja de ser ético y se vuelve de tipo político o meramente social.
De este modo, ¿son éticos todos los tipos de placer descritos? Diríamos que, a excepción de los placeres pasionales, ninguno de los ya mencionados es directamente ético. Dado que la ética tiene que ver con el desarrollo integral del individuo humano, y cada uno de dichos placeres contribuye a tal desarrollo, lo ético no puede estar completamente ajeno a ellos. Son indirectamente éticos. Cada uno de ellos es una condición para la eticidad del individuo humano. Pero en el caso de los placeres pasionales, influyen directamente sobre el bien común, trascendiendo del mero límite del placer o el dolor individual hacia el placer o el dolor de otros, por lo cual poseen una naturaleza más propiamente ética, influyendo en lo individual y en lo social.
La “insatisfacción” y la “incomodidad” pueden ser obstáculos en el desarrollo ético de la persona o pueden no serlo, lo mismo que la complacencia estética puede o no conducirnos al bien ético. El campo específico del bien ético se desenvuelve en la acción o conducta interpersonal, en el ser antes que en el tener o relacionarse con cosas. Y sólo en la relación que los placeres de la satisfacción, de la comodidad o estéticos puedan tener con la conducta interpersonal, adquieren su naturaleza ética, mas en sí mismos carecen de ella.
La felicidad.
Todos los placeres pasionales, al igual que los otros ya mencionados, se caracterizan por su parcialidad, es decir, porque se relacionan con el aumento de poder de una parte del cuerpo. Por esta característica es que pueden tener exceso y afectar negativamente a la vitalidad del cuerpo, pues la salud de éste es una adecuada proporción en el funcionamiento de todas sus partes. Pero en cuanto a los pasionales, afectan sobre todo a la debida proporción de la mente. Así, pues, la eticidad de estos placeres requiere de una adecuada acotación, de un ponerle ciertos límites.
Dichos límites pueden ser dictados por la sociedad a través de sus valores convencionales o por una conciencia que supere tal convencionalidad y vislumbre nuevos valores. En cualquier caso, la acción de delimitar los afectos constituye el carácter ético de estos placeres. Y a este proceso es inherente un nuevo tipo de placer: el placer de la actividad virtuosa. Pues la virtud es el esfuerzo personal de satisfacer los placeres particulares en vista de la armonía de la totalidad personal, o en otras palabras, en vista de su dignidad.
Los placeres de las diferentes virtudes en su conjunto conducen a lo que se llama la felicidad. Á‰sta ya no es una forma de placer o un placer más intenso, sino que es cualitativamente distinta del placer. La felicidad es concomitante a la actividad virtuosa, a la verdadera actividad personal, en la cual se va forjando libremente el carácter. Por lo que más que el propio placer virtuoso, el verdadero fin ético, o el fin ético por excelencia es la felicidad.
Conclusión.
La gama de lo que llamamos placeres puede ser muy amplia, aunque nos refiramos más comúnmente a los de la satisfacción y de la comodidad. En éstos es indiferente el valor ético, mucho más que en los placeres estéticos. Sólo indirectamente son éticos.
Sólo en los placeres pasionales se da la ocasión para el surgimiento de la eticidad del placer, cuando se vuelve para la conciencia una necesidad la delimitación de las pasiones. Se trata de una actividad tanto intelectual como práctica, pues dicha delimitación implica saber en qué consiste la dignidad de la persona concreta, es decir, su carácter, cómo actuar para orientar sus afectos en determinada dirección; pero también implica la energía necesaria para realizar concretamente dicha acción transformadora. Es la praxis ética.
A esta praxis corresponden los placeres de la actividad virtuosa, que se sintetizan todos ellos en un estado anímico integral llamado felicidad, cualitativamente distinto del placer virtuoso. De aquí que el valor ético del placer es relativo, aun en el placer de la virtud. Sólo el estado anímico de la felicidad es ético en sí mismo.