Denis de Rougemont,en su delicioso libro sobre el gran Enemigo (La parte del diablo, publicado en 1947) observa que, para el hombre primitivo, todo tiene su explicación fuera de sí mismo. Tanto si es un hechicero, un profanador de lo sagrado, un animal, una nube, un pedazo de madera coloreada, la causa del mal que sufren estos salvajes es siempre ajena a sí mismos y, en consecuencia, ha de ser combatida y aniquilada fuera de sí mismos. La llegada del Cristianismo supone un cambio radical. El Cristianismo se ha esforzado desde hacer siglos por hacernos comprender que el Reino de Dios está en nosotros, que también el Mal está en nosotros, y que el campo de batalla no es otro que el de nuestros corazones. Es, de alguna manera, la oposición entre un pensamiento mágico, primitivo y un pensamiento más maduro. Primitivismo y madurez que no corresponden a épocas distintas de la historia, sino que siguen conviviendo en nuestros días como dos formas de concebir al mundo y al hombre. Aquí (en la concepción de la persona como autónoma, responsable y, en última instancia, libre) radica lo que me parece que es la mayor aportación del Cristianismo a la cultura universal. El hombre se ve inmerso en este nuevo drama de la libertad. Puede hacer el bien o el mal. Las circunstancias, el medio, lo condicionan y, en algunos casos, casi lo obligan. Pero en última instancia es él quien decide. Por eso es ese extraño sujeto que puede ser la Madre Teresa o Hitler, que puede concebir y realizar la Capilla Sixtina o las matanzas colectivas que ha conocido el siglo XX. La libertad se abre en su interior como un pozo sin fondo, como un espacio sin límite. Hace del hombre un ser inabarcable. María Zambrano, pensadora no católica pero de un exquisita sensibilidad hacia lo religioso, ha observado que la persona cristiana (…) no tiene límite, ni para sus fuerzas, ni para su vida, ni para su muerte (…) Por eso una persona, un cristiano es como una perspectiva infinita que no se agota jamás en ninguno de sus actos ni en todos ellos juntos (La agonía de Europa, 1945).
Este concepto de la persona no es, primariamente, político, pero tiene consecuencias políticas y sociales. Por lo pronto, se establece la dignidad inalienable de la persona, desde su concepción hasta su muerte. En segundo lugar, queda claro que todo sistema social debe estar subordinado a la persona, a cada una de ellas. No al contrario. No se hizo el sábado para el hombre, sino el hombre párale sábado. El siglo XX ha conocido el sacrificio de millones de vidas en nombre de grandes abstracciones y proyectos: el Proletariado, la Nación, la Raza. Valía la pena sacrificar vidas humanas para construir estas grandes torres de Babel. No es casualidad que los grandes totalitarismos del pasado siglo, el comunismo y el nazismo, sean radicalmente (y consecuentemente) anticristianos.
Esta idea cristiana de la persona tiene para un creyente una dimensión trascendente y su explicación es a la vez sencilla y misteriosa. La clave esta en la frase del Génesis: Lo creó a su imagen y semejanza. Pero incluso lo no creyentes tienen que reconocer que uno de los fundamentos de nuestra forma de sociedad (democracia, pluralismo, derechos humanos) es el concepto cristiano de persona como ser libre, responsable y de dignidad inalienable. ¿Podrá sobrevivir el árbol si desaparecen las raíces?