Solistas en el Auditorio de Zaragoza
Consonancias, 22
La XVIII Temporada de Grandes Conciertos de Otoño ha permitido a los aficionados disfrutar de cuatro grandes solistas instrumentales en el plazo de un mes. El primero fue Joaquín Achúcarro, al piano, interpretando con la Royal Liverpool Philharmonic Orchestra, el lunes 22 octubre, el ‘Concierto nº 2 para piano y orquesta en si bemol, Op.83’, de Brahms. El segundo, una semana después, el martes 30 octubre, fue el rumano Marin Gheras, a la flauta de pan, acompañado por la Orquesta Sinfónica de Estambul. Interpretó una suite de melodías para su instrumento, original del turco U. C. Erkin. El tercero, en martes y 13 –noviembre ya–, fue el violinista ruso Maxim Fedotov, arropado por la Hungarian Symphony Orchestra, enfrentándose al ‘Concierto para violín y orquesta en la menor, Op.53’, de Dvorak. El último de la serie, el pasado 20 de noviembre, fue alguien que venía precedido de una enorme fama: Michael Barenboim, hijo del conocidísimo pianista Daniel Barenboim, figura emblemática en el mundo de la música por muchos conceptos.
El solista de un concierto es muchas veces la clave del éxito: su actuación puede elevar o disminuir el nivel del conjunto porque las obras interpretadas pivotan en buena medida sobre él. Si la orquesta que lo acompaña es muy solvente, el papel del solista suele quedar reforzado. Lo ideal es que tanto el pianista, el violinista o cualquier otro de los intérpretes que actúan en solitario estén al mismo nivel de excelencia que el bloque orquestal.
De los cuatro casos que nos ocupan, hay dos que cumplen esta premisa: tanto Joaquín Achúcarro como Marin Gheras sintonizaron perfectamente con la formación que los acompañaba. Nadie duda de la categoría del pianista español, que en breve volverá a visitar el Auditorio zaragozano para concluir el XVII Ciclo de Grandes Intérpretes ‘Pilar Bayona’. Respecto al flautista rumano, hay que señalar la gran novedad que significó su presencia. El exotismo de este instrumento elemental y la maestría en su ejecución, dejaron un poso de satisfacción en los oídos de los oyentes.
Los dos casos restantes tuvieron, a mi entender, perfiles distintos. El violinista Maxim Fedotov rozó la excelencia en su intervención, arrancó encendidos aplausos y concedió dos propinas. Su interpretación elevó el nivel general del concierto y su valoración por parte de los aficionados. Por el contrario, Michael Barenboim, que cumplió con dignidad su cometido, dejó cierta insatisfacción en los oídos exigentes interpretando el ‘Concierto para violín y orquesta en re, Op. 61’, de Beethoven. Tal vez la fama que le precedía hizo que crecieran las expectativas y se le valorara a priori. Cierto es que Fedotov dobla en edad a Barenboim, y más sabe el diablo por viejo que por diablo, como dice el proverbio, de modo que el futuro de un joven de 27 años está aún por escribir. Pero el propio interesado, tal vez consciente de la situación real, no concedió ninguna propina a pesar de los encendidos aplausos del público.