Hay un cansado vigía apoltronado en la débil atalaya de la cima de mi cuello sosteniendo un poderoso telescopio que no distingue más allá de mi nariz pero tampoco le hacen falta millas de inútil avistamiento para saber que estoy tan solo como el primer día que morí: el día que me alejé de ti.
Pido una i griega de silencio, porque ia no somos tú i io, sino sólo un par de extraños que deambulan descoloridos por calles sin suerte, ajusticiadas por un dios miserable que suplica piedad con una mano i aplica el castigo con la otra. Ha muerto el perdón, lo mataste tú i lo sepulté io.
Este diccionario nada ilustra, nada sabe, nada debe y nada teme. Mil ochocientas veinticuatro páginas repletas de insulsas definiciones que no me saben aclarar por qué no estamos juntos. Le he dado una puñalada en el pecho con mi lápiz sanguinario. Se desangra poco a poco mi interés en cualquier cosa.
Hoy soñé que me soñabas, me besabas en la punta y despertabas de súbito con muchas ganas de no volverte a dormir. Como lo hiciste dos oníricos verdugos me escoltaron hacia la guillotina. Mi cabeza todavía rodaba cuando desperté sudando y te vi recostada sobre mi pecho. En seguida volví a despertar entre la resaca de cada día y un par de almohadas.
Matar el tiempo es escribir, es construir castillos en el aire con naipes de números cabalísticos, impares y de mala suerte, es envenenar la desdicha con mezcal cuando de antemano se sabe que la muy hija de perra siempre resucita, es engañarse creyendo que lo mejor está por llegar, es vivir en fantasías desesperadas, imaginando que cuando leas mi esquela, tal vez llorarás.