Paul Thomas Anderson nos brinda en esta cinta un ser con el alma desolada, en busca no solo de su lugar, sino también de un afecto propio consciente o inconsciente al cual aferrarse. El protagonista -un soberbio Joaquin Phoenix– es uno de esos personajes bastante recurrentes en la corta pero exquisita filmografía de Anderson; del mosaico humano de “Magnolia”, transitando por Dick Diggler en “Boggie Nights”, o inclusive Barry Egan en “Embriagado de amor”. Lo que permite poner esta pieza como otro eslabón de un riguroso análisis psicológico imparcial, que invita a explorar sin respuestas definitivas. Captando lo natural del proceder humano.
Ya se ha dicho que podemos mirar aquí una indagación a los comienzos de la cienciologia, en concreto a la dianética. Pero lo que presenta su director es solo una comparación universal a cualquier otra propuesta de creencia, con sus “beneficios” e “incongruencias” en acontecimientos tan abiertos como al público al que va dirigido. Eso sí, la idea es clara, identificar la necesidad de certeza que todos deseamos.
Momentos como el tratamiento realizado por el líder de la secta -personificado por un carismático Phillip Seymour Hoffman– al agresivo y solitario interprete principal, son coherentes de acuerdo las reglas del contexto establecido, es decir, que ambos individuos reaccionan o interactúan de forma acorde a las causas o consecuencias de sus actos, sin cambiar abruptamente su ética personal. Esta armonía podría aplicarse a las actuaciones consistentes, presentando una progresión creíble y adquiriendo fuerza con unos secundarios parcialmente relevantes, pues en ciertos instantes no aportan cuando la retórica recae demasiado en el duelo actoral Hoffman – Phoenix.
El armazón de su lenguaje cuidado y no tan lineal, permite una narrativa que se detiene cuando lo necesita, siendo prolongada en diálogos esenciales, o incluyendo tomas que introducen nuevos gestos e ideas. Evitando caer en el clásico error de alargar escenas hacia una tediosa anécdota, donde más es menos por desgracia, cuando lo ideal sería viceversa. Por ende, lo implícito se proyecta autentico en actitudes nada compasivas y volátiles. Se extrañan un poco los geniales planos secuencia de Anderson que mejor reflejaban este punto.
Esta valiente obra jamás rendirá pleitesía frente al modus operandi del cine comercial norteamericano, que nubla nuestro criterio a veces con finales colosalmente indulgentes. Agradezco mucho que su conclusión sea honesta y veraz, recordando lo importante de preservar la integridad dentro y fuera de la pantalla.