Quiero señalar antes de nada que las creencias religiosas, al formar parte del universo educativo inculcado, no dejan de ser infraestructuras que cada individuo asume en su armazón cultural, y que va moldeando según sus circunstancias. En cualquier caso, se trata de algo íntimo que ha de vivirse desde la fe o desde la negación de la fe, según los casos, y que nada tiene que ver con las ordenaciones sociales. El teísmo, la creencia en la divinidad, debe ocupar en el individuo un espacio personal, y quedarse en dicho punto ejerciendo en la persona un papel regulador de carácter cultural y privado. Lo mismo diríamos para el ateísmo, negación de la divinidad.
Me permito comenzar aclarando conceptos básicos. El teísmo es la creencia en un dios personal y providente, creador y conservador del mundo. Pero no hay que confundir teísmo con deísmo, doctrina ésta que reconoce a Dios como autor de la naturaleza, pero sin admitir revelación ni culto externo. Sería una doctrina vaga; un teísmo light, para entendernos.
El ateísmo, por su parte, es la doctrina que niega la existencia de Dios. La actitud del ateo consiste en negar a Dios y en no dar crédito, por tanto, a ninguna religión. Nada que ver en principio con el agnóstico, que rechaza todo pensamiento y discusión acerca de la existencia o no de Dios.
Personalmente creo que el teísmo, o incluso el deísmo, pueden estar más cerca de la esencia objetiva del hombre que el ateísmo puro y duro. El ateísmo aparece en la Edad Media como escándalo, sólo con el fin de estimular a los teólogos en su estudio de la esencia divina. Pero no será hasta la revolución de las ciencias físicas con Newton y sus explicaciones del cosmos, cuando el ateísmo propiamente dicho comience a emerger.
El escocés David Hume, en el siglo XVIII, disociará la llamada “causa primera” de la idea de Dios, de manera que Dios ya no sería necesario para conseguir una explicación del conocimiento humano. El ateísmo surge como doctrina y es utilizada enseguida contra la Iglesia por las facciones radicales durante el periodo de las revoluciones burguesas. Con el asentamiento de las teorías materialistas, el ateísmo se verá reforzado en Europa, en especial a partir de la filosofía de Nietzsche y el discurso dialéctico de Marx.
Pero dejemos la historia. Entre teísmo y ateísmo, el teísmo me resulta más razonable. Incluso más humanista también. Confieso, sin embargo, que otra parte de mí, la más fría y materialista, me arrastra a la posición contraria, es decir, a pensar que la intuición moral de un Dios con mayúscula no tiene el menor fundamento. Se trata –me temo- de la eterna duda interior del hombre actual. Creer o no creer, he ahí el dilema. Nos hallaríamos ante un asunto de fe y esperanza, dos virtudes teologales del dogma católico.
El teísmo está en la línea de lo que predican todas las religiones del planeta: que hay un Dios creador encargado de regir el devenir del hombre y del universo. Esto se puede creer por varios motivos razonables y evidentes: principalmente porque existe una intuición innata en el ser humano que lo vincula con la existencia de un ente superior. El hombre salvaje y primitivo, sin educación religiosa ni científica, termina adorando a un dios intuido que identifica con fenómenos naturales. Por eso decimos que el ser humano nace con la sensación de que hay algo sagrado sobre su existencia propia tan limitada en el tiempo. El hombre piensa que más allá de su comprensión ha de haber algo intemporal e inamovible.
En un segundo estadio, se observa que el hombre moderno y cultivado en la ciencia, no pierde por ello la convicción interna de la existencia de Dios, incluso cuando es capaz, por sus conocimientos, de explicar el mundo científicamente. La inteligencia científica es compatible al cien por cien con la intuición innata, lo que nos llevaría a decir que el saber científico refuerza la idea de la existencia de Dios.
El ateo basa su postura en la posibilidad de ofrecer explicaciones racionales y científicas a todo, y de ese modo antepone el pensamiento racional al pensamiento sin prejuicios. Pero muchos ateos afirman que, a pesar de serlo, guardan en el fondo de su ser la esperanza, mayor o menor, de estar errados en su idea intelectual. Ese poso del ateo no es sino la esperanza necesaria de que Dios exista.
Ambas constantes, la intuición innata y la esperanza necesaria, han funcionado igualmente en las conjeturas de la mayoría de los pensadores a lo largo de la historia. Desde San Pablo, pasando por San Agustín, hasta las escuelas teístas más actuales. San Agustín, por ejemplo, sostiene que Dios existe porque su concepto forma parte de los conceptos fundamentales del espíritu humano. Es decir, pone en juego la intuición innata y la esperanza necesaria. Pero además ofrece la llamada prueba noológica, que viene a incidir en la misma teoría de la intuición. Dice que el hombre descubre en sí mismo verdades o principios evidentes que no tienen anclaje en tiempo ni espacio, y que permanecen siempre en la inteligencia de los seres, tanto si las acogemos en el actuar de nuestras vidas como si no. Dios, según San Agustín, es una verdad evidente que procede de la revelación interior.
Para Santo Tomás, que sigue en lo fundamental a Aristóteles, Dios es el pilar de su filosofía. Su explicación es que toda causa en el cosmos es a su vez causada, y ha de haber por ello una “causa primera” necesariamente.
Descartes, el padre de la moderna filosofía, afirma la existencia de Dios basándose igualmente en lo que llamó intuición innata, porque señala que el hombre siente como algo natural en su esencia la existencia de lo perfecto frente a lo imperfecto, y esa idea de perfección no puede proceder de la nada. Para Descartes, Dios es «la perfección pura»; de ahí que a la perfección no se le pueda negar la existencia.
Kant, desde el idealismo alemán del XVIII, planteará sin embargo una novedad: ¿por qué pensar en Dios desde nuestros presupuestos mentales humanos? El hecho de que necesitemos imaginar un ser de perfección, no significa necesariamente que dicho ser exista.
La visión de Dios desde la filosofía del siglo XX va por dos vías: el tradicionalismo teísta con raíces escolásticas, y el planteamiento marxista y materialista que se posiciona en el ateísmo como base del discurso.
Yo me reconozco incapaz de alegar aquí otras razones de peso más válidas que las expuestas en defensa del teísmo. Sólo añadir, por último, que la duda es positiva siempre que nazca de un espíritu noble y abierto. La duda nos enseñará a dialogar con los que no piensan como nosotros y a crecer como seres tolerantes. Y lo que es más importante: la duda nos engrandece siempre.