Una vez, hace varios años, escuchando el recitado de poemas de un buen amigo ya fallecido, cuya obra quedó en mero proyecto literario, se me grabaron entre ceja y ceja dos de aquellos versos que escuché. Decían así: «Habremos de luchar con armas o sin ellas / para alcanzar los caminos del mañana». Es claro que el futuro no se logra instalándose en el falso confort de la comodidad y del aquí me las den todas, sino abriéndose paso en el campo de batalla de lo cotidiano. Es preciso pelear por la mejoría, combatir por los principios como vía necesaria para escalar hasta los campos de batalla. Y una vez allí, retomar el combate contra los gigantes abrumadores de la superstición, la zafiedad y la ignorancia.
La cultura –que nadie lo dude– es una herramienta indispensable con la que batallar para bien propio y ajeno. Conste que predico el combate metafórico, reivindicando desde mis palabras la lucha contra la dejadez y los deformes monstruos propios que nos asaltan mil veces a lo largo de nuestro humano trayecto. Porque la vida es así, una constante lucha por sobrevivir, por mejorar infatigablemente, por ser más altos en valores, por desterrar del corazón esa parte miserable que todos llevamos dentro. Combatir esos gigantes, esos enemigos del espíritu inteligente, es vivir; simplemente vivir, pero vivir con sentido común, con una cierta dosis de la sabiduría que otorgan la reflexión y la experiencia.
Por todo esto, desde los ámbitos de poder, es deber de los líderes cuidar de la cultura de sus conciudadanos y de su promoción. Es bueno y necesario crear bibliotecas, centros de estudio y reflexión, consagrar espacios de labor y de fomento de las artes, porque semejante labor equivale a la de preparar al hombre del mañana, y aun del hoy mismo, para el culto de sus dioses naturales —recuerdo con modestia que el término «culto» procede de cultivo-, e implica también, a la vez, combatir la abulia de ciertos sectores sociales frente al ansia noble de mejora y promoción personal. Inaugurar fundaciones y centros culturales equivale a crear talleres donde forjar nuevas esperanzas de futuro a base de constancia y dedicación. Y esto siempre es importante, en especial para los obreros que pronto tendrán su hueco en dichas áreas para laborar en pro de valores cien veces predicados y nunca fáciles de concretar. La libertad de los pueblos y de las sociedades nunca se logra sin esfuerzos culturales de progreso.
Fomentar la cultura es consagrar energías, bendecir el trabajo común, sacralizar ideales que debieran ser propiedad de todos los ciudadanos. Y nada como trabajar con los demás en un lugar apropiadamente sacro, para sentirse apoyado y acompañado en la tarea. Esa es la grandeza de las contiendas con proyección real de futuro: el apoyo que uno siente, o debería sentir de los otros, de aquellos que afirman defender los principios que uno guarda en el alma por bandera.
Sea como fuere, consagrar esfuerzos en pro de la cultura significa erigir, levantar, ser positivo e inteligente; y sobre todo renovar un tabernáculo especial, con eficacia y ardor, a la causa digna de un futuro mejor y más justo. Me permito anotar, con esto y todo, que nada se logra con la mera renovación de escenarios si uno mismo no se refresca por dentro antes de penetrar en el santuario, en el habitáculo donde los iniciados –al menos en teoría- se construyen por dentro a golpe de mallete y voluntad.
«Habremos de luchar con armas o sin ellas –escribió el poeta- para alcanzar los caminos del mañana». Claro que sí: es buena señal inaugurar y consagrar nuevos lugares de perfección, de construcción y cultura, incluso de ocio sano y de progreso personal y grupal, pero no olvidemos nunca, por favor, que sin trabajo no hay victoria. La juventud ha de saber —porque si no lo aprende, mal asunto– que sin sacrificio, sin labor seria y responsable, sin esfuerzo personal, las cosas que de verdad merecen la pena seguirán siendo patrimonio ajeno.