Tú vete yendo, me dijo la vida, y yo, claro está, me puse en camino, mochila a la espalda, sombrero de media ala protegiendo la calvicie, y botas de esparto andando el camino, un camino ajeno a la realidad pero que se fue abriendo paso al andar.
Y andando, andando y andando llegué al limbo, al limbo de los sueños, creyendo que había llegado a algún lugar importante, pero pronto comprendí que todo era una falacia de gestos fatuos y futuro incierto aunque esperanzador.
Porque el futuro no es más que una esperanza vacía, sin fundamento más allá de la falsa esencia de los sueños, malditos sueños, a ellos volvemos como el marino errante regresa al calor del hogar con cada marea ajada por el sol.
Ese astro todopoderoso que todo lo puede y todo lo ve, superior a cualquier deidad que el ser humano quiera inventar en vano, siempre, porque no se pueden utilizar conceptos humanos para recrear un ente celestial.
Que nos guía, que nos lleva, que nos trae, nos dejamos arrastrar por sus consejos sin reflexionar sobre su existencia, realidad o ficción, nada importa, sólo importa el seguir, el perseguir hasta el final, hasta el juicio final.
Al que todos llegaremos, cada uno por su lado, cada uno ante un jurado, unos ante unos seres inventados, otros ante su propia conciencia, parcial pero justa, influenciable aunque equitativa, nada mejor que la conciencia.
Tú vete yendo, que yo me quedo aquí, sin juicios finales que llevarme a la boca.